viernes, 5 de diciembre de 2008

Madrid, 4.00 AM

CAPITULO 20

Madrid vive durante la hora muerta. Un hormiguero bullicioso que se revuelve como si fuera atacado por el palo de un masai hambriento. Mientras el músculo descansa, la ciudad es asolada por el ejército del soliviantamiento. Una masa fermentada, humeante, sensual. Madrid de noche es ciudad de inmortales. Todo eso pensaba Zapata, que descubrió esa faceta de la ciudad sin proponérselo. De repente, mientras esperaba en el auto, Madrid se avivaba. La gente le pasaba caminado al lado, a los gritos, riendo como si fuera una mañana soleada de sábado. Miró el reloj. Jueves, 4.00 AM.

Y lo mismo el viernes y el sábado. El domingo amainó. Lunes y martes estuvo tranquilo porque incluso los enormes cuerpos reptantes, las hidras policefálicas, necesitan descanso. Un solo día bastaba: el miércoles la procesión se reactivaba. Y no sólo en las calles: también en el hospital. Quizás fuera un ritual citadino, quizá una convención internalizada o la más sencilla costumbre imitativa, pero las luces en la oficina de El Fantasma permanecían largamente encendida por las noches, toda la semana.

Zapata había resuelto iniciar la vigilancia prontamente. Tomó diez días indagar los hábitos del personal del hospital, acercar el recorte de periódico a Fernández y agenciarse un automóvil no muy llamativo. Un Seat rojo, camufable entre otros miles de Seat rojos. Tras eso venía la acechanza. Debía buscar información situacional, conocer los movimientos e identificar sus objetivos para actuar luego.

Se estacionó a una cuadra del hospital bajo unos árboles viejos. De allí tenía vista directa al ala donde, supuso, estarían las oficinas. Tuvo suerte. La primera noche, mientras terminaba de apuntar los horarios de salida de los médicos, sus características físicas, automóviles y placas, alguien encendió una luz en la parte superior del ala oeste.

Un gran ventanal se iluminó en la esquina del edificio y al cabo de unos segundos asomó, marcial, la figura de un hombre. Se quedó allí contemplando la salida del personal —Zapata previó la idea del hormiguero de noctámbulos que en horas posteriores asumiría como definición de la ciudad— y siguió de pie una vez desalojado el sitio. Zapata supuso que controlaba la salida pero, cuando el hospital se vacío, adivinó que el hombre nada más estaba físicamente frente al ventanal. Sus pensamientos pendían en el vacío, en algún punto del cielo oscuro de Madrid.

Orso y Portigliatti eran buenos vigilantes. Habían seguido militares mientras investigaban delitos bajo las órdenes de Zapata en Buenos Aires. Tenían su técnica, copiada de las series de televisión y de las películas americanas. Se disfrazaban. Cambiaban autos con frecuencia. Todo lo demás lo tropicalizaban. Así, si bien llevaban café en un termo, las más de las veces lo reemplazaban por mate. Cambiaron las donas de New York y San Francisco por unas medialunas y cañoncitos de crema de una panadería de Flores. Eran decentes y baratos.

Para Zapata esa actividad era novedad pura, una especie de tarea literaria o televisiva impropia para un fiscal jefe. Cuando sus ayudantes le contaban de sus peripecias detectivescas, el asumía un aire de jefatura. Sonreía y creía así poner distancia y autoridad sobre sus subordinados. Mientras él creía ver en los demás a los subalternos de Baretta o Starsky & Hutch, los otros le reconocían el tipo y solían burlarse nada más verlo sonreír con una mueca.

Nada más la primera noche frente al hospital Zapata reconoció la importancia de realizar una pesquisa con propiedad y valoró las vigilias de sus compañeros. Apenas disponía para la tarea de unos binoculares que compró en las calles del Rastro, de apuro, urgido por la idea de que quizás debiera espiar a la distancia y sus ojos ya no eran juveniles. Ni se aprovisionó con comida o bebidas, y sufrió esa ausencia cuando el estómago le recordó horas de desatención.

Los binoculares cumplieron el propósito con corta dignidad. A la distancia, distinguió que el hombre en el ventanal del hospital tenía cierto parecido con aquel de la fotografía del periódico, la única que disponía. No era concluyente, pero la semejanza con El Fantasma le conformó. Algo barrigón, casi sin cabellos y una parada muy especial, sacando más estómago que pecho.

A la segunda, Zapata regresó más pertrechado. Debió gastar una fortuna en euros para adquirir una cámara Canon con un lente 80-300 pero el aparato pagó con creces la inversión desde un primer momento. El fiscal se atiborró de fotografías en un nítido primer plano de, confirmado, Esteban Sánchez Durand. Ahora no cabía dudas de que aquel era su objetivo, aquella la ventana de su oficina y la mujer madura, que pasó con él un par de noches, no podía ser otra que Rosario, la argentina.

De la tercera a quinta jornadas, Zapata llenó la memoria de su Canon —e incurrió en nuevos gastos: un cable para bajar las imágenes a su laptop y una tarjeta de memoria de 500 megas. Amplió también las vituallas: la segunda noche se repantigó en el asiento comiendo una bocata; a la tercera incorporó jamón serrano con pan negro y Estrella Damm; durante la cuarta dio cuenta de una abudante ración de tapas. Para la quinta la improvisada mesa del asiento del acompañante recibió tortilla, piquillos, anchoas y chorizo pan y una botella de un Rioja joven, que bebió completa en un vasito de plástico.

Debió recordarse las palabras de sus fiscales —disfrutar Madrid— cada vez que en El Corte Inglés se cuestionaba la posibilidad del gasto de esas vituallas. Podría haberse conformado con un pequeño supermercado, pero le costó dar con uno y tenía una tienda a pocos pasos de su casa. Así era que repitiéndose la orden —disfrutar Madrid, disfrutar Madrid— hasta la negación total finalmente se entregaba a esos pequeños placeres de sibarita.

Al final de cuentas, sería la única vez en mucho tiempo que podría visitar la ciudad. Incluso, si el tiempo y el dinero le alcanzasen, quizás hasta sería conveniente que tirase de oportunidad y viajase a Toledo y Segovia. O a Barcelona. O a Bilbao, para conocer el Guggenheim, sobre el que había leído algo una vez en La Revista de La Nación. Tenía confianza: si tras esas fotografías ya sabía que El Fantasma estaba a tiro, nada más necesitaba cercarlo, atemorizarlo con la proximidad de la justicia en su nuca, y ya. Sería cuestión de horas obtener un recurso para que jueces argentinos y españoles acordaran la extradición del criminal.

Entonces sí, el mérito legitimaría. ¿Quién le cuestionaría que se tomase unos días de paseo si su empeño había permitido cerrar una causa —otra más— del oscuro pasado argentino, aun abierto y purulento? Era un hombre serio que vivía con poco. Su frugalidad personal y profesional jamás habían deparado inconvenientes o malentendidos con jefes, medios y colegas. Un fiscal argentino, un sujeto gris, un tipo sin más esperanza que un trabajo mal pago y sin otra expectativa que una idea vaporosa de hacer justicia también merecía goces, qué tanto.

En aquellas tres noches, Zapata completó una lista corta de personajes. Reconoció a Fernández y coligió de inmediato que su relación con El Fantasma no era cordial. Las tomas de las dos ocasiones en que el joven pasó por el despacho revelaban escenas de discusión. Había una ofensa en el médico joven pues era él quien teatralizaba las quejas. El Fantasma se limitaba a apostillar, sentado en lo que podía ser un sofá, dado que sólo se veía su nuca asomada a un costado del ventanal.

Las noches más estrambóticas fueron la cuarta, quinta y sexta. De las tres participó una misma mujer, una jovencita de cabellos café y boca agresiva que vestía lo que parecía un típico uniforme de enfermera, aunque no llevaba sobre la cabeza la cofia de Florence Nightingale. En dos de ellas estuvo también la argentina, aunque El Fantasma la recibía siempre varias horas después de que la muchacha dejaba su oficina.

En un primer momento, Zapata sintió vergüenza y una activa aprensión moral que le apretó la boca del estómago. No obstante, se repitió que hacía aquello por el bien de la República Argentina, la salud democrática de la nación y para cumplir con la demanda silenciosa de justicia de las grandes mayorías populares, así que tragó salida y se borró esa idea de la mente.

Lo que afectaba al pundonor del fiscal al punto de llevarlo al resuello era la visión de los cuerpos desnudos de El Fantasma y la jovencita teniendo sexo con brutalidad de salvajes, con las luces encendidas y, para más, las ventanas abiertas. Al primer avistamiento, más afectado por la sorpresa que por el morbo, Zapata perdió los nervios y disparó una sucesión indeterminada de fotografías.

Debió dejar de mirar, bajar el vidrio del auto y respirar como tragando agua para recuperar la calma. Cuando regresó a ellos, ya resuelta la turbación de ánimo, la caravana de imágenes continuó pero ya con el corazón del fiscal acompasando el ritmo del pubis de El Fantasma y la muchacha. Recién se calmó a la hora, cuando debió dejar de disparar para vaciar la tarjeta de memoria, pero recuperó el rutuntún nada más poner el ojo tras el teleobjetivo.

Dos noches pasó Zapata así, conteniendo el aire, evitando la congoja ética y gatillando como turista japonés. A la tercera, sintiéndose casi integrado en los revolcones del médico —¿cómo podía tener tanta energía a esa edad y hacer durar tanto cada relación?—, dejó la cámara unos segundos y se decidió a ser atento consigo mismo. Como cuando siguió a la gatubélica Pfeiffer, se ahogó solo, en un espasmo seco, cubriéndose el final con un sweater que había comprado para Orso y que había llevado bajo la previsión de que refresque, confiado en que nada malo podría sucederle a la prenda.

Después se quedó con la frente apoyada sobre el volante, la mitad del tiempo esperando que la locomotora de sus venas se detuviera y la otra mitad atiborrado por una culpa amarga. Sentía una derrota personal, la humillante evidencia de que era un hombre solo, que su vida no era sino una persecución interminable de un espíritu, ruin y deshonrado por su propia mano. Todo en una ciudad viva en plena madrugada, una urbe que era como un cuerpo vibrante y joven, exaltada.

A la sexta noche, cuando El Fantasma se enredó con la mujer mayor, Zapata puso OFF en su Canon y evitó mirar cuanto ocurría sobre su cabeza. ¿Era, acaso, un advenedizo en un territorio donde el planeta entero parecía vivir en una orgía fantástica? La única oportunidad en que dirigió elevar la vista, ya transcurrida una larga hora, creyó ver a la argentina mirando hacia su auto. Luego llegó El Fantasma, que también pareció dirigir la vista hacia el Seat. El corazón se le aceleró. Instintivamente se miró hacia el bulto del pantalón, como si ambos, a varios metros en el cielo, pudieran notar su culpa erecta. Debía dormir un poco. Llevaba demasiado tiempo jugando a Sérpico.

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