viernes, 12 de diciembre de 2008

Choritos a la chalaca

CAPITULO 21

El viejo colega intentó convencerlo de mil formas pero Casillas le llevó la contraria. Iría a Lima sin preocuparse por su imagen. Bien sabía defenderla. No estaba en sus planes disertar sobre indagaciones en la mollera para domiciliar facultades psíquicas. Antes bien, el congreso era una excusa para trasegar un itinerario mundano compuesto de un varieté de comida afroperuana, china, prehispánica y piernas criollas largamente observables mientras simulaba atender la danza de Yaku y Wayra en Los Delfines.

La invitación a disertar en el seminario de frenología le fue cursada por una organización médica no reconocida por la Academia Nacional. El claustro cuasi clandestino reunía a médicos nigromantes, necrofílicos y perversos varios. Eran razón suficiente para preocupar al viejo amigo médico pero no a Casillas, quien nada más los esquivaría. Ni bien llegado a Lima, les hizo un práctico feo a sus expectantes seminaristas escapándose disfrazado con sombrero y bigotes por los laterales del Jorge Chávez.

Un taxi ávido de dinero fuerte lo puso sin pausa en el Swissotel. Al taxi lo conducí un jovencito acholado y simpático, que pronto puso en sus manos su número telefónico para lo que necesite, pana. El chico era hablador y a Casillas le atrajo ese tonito limeño cadenciosamente conquistador, que le seguía aun retumbando en la cabeza, sacándole una leve sonrisa del rostro, cuando se acercó al mostrador del hotel.

Allí lo recibió una atildada jovencita de piel cobriza y ojos color caramelo que le hizo olvidar al taxista. Sus pestañas caían como telas en cámara lenta y olía a maravilla orgánica. Sutilmente, le olfateó el PH. Flowerbomb. Suficiente para aumentarle la sonrisa, liberarle el alma y volverlo más andaluzamente hablador. Entregado a la esencia, Casillas prolongo su registro varios minutos reluciendo galanterías como joyas, pero la chica mantuvo las formas y no cedió demasiado a los pases de media verónica. Apenas le dejó caer los ojos un par de veces y sólo una vez y, con suma discreción, se pasó la lengua por los labios rojos.

Era todo lo que Casillas necesitaba. Terminado el registro, no retrasó más su primera misión. Luego tendría tiempo para ella; su estómago le tironeaba más la voluntad, así que subió presuroso a la habitación y se cambió de ropas. El taxista acholado, que bajo ninguna circunstancia se movería de la puerta del Swissotel, estaba a su disposición para depositarlo en su primer destino culinario.

En las puertas del mercado de Surquillo fueron choritos a la chalaca que cebó con algo de cerveza fuerte. Picosos y sensuales, tuvieron suficiencia para entusiasmarle la lengua, así que gastó el resto de la mañana departiendo con los parroquianos. Volvió al hotel apenas para ducharse. La concierge había dejado el turno, y eso lo importunó un poco —no dejes para mañana... así que apuró el regreso a la búsqueda de nuevos platos.

El taxista esta vez lo adentró en el centro histórico de la ciudad. Pinchos de corazón de res marinados en ají panca, deleite que extendió con un tacu-tacu pletórico de mariscos y un mal vino local. Que fuera indecente, empero, no impidió que se bajase dos botellas antes de pasar a un pisco de Biondi. Como las uvas le enturbiaron el juicio —gritó al mesero y volvió a gritar a los comensales cuando le reprocharon la conducta—, en la penúltima lucidez recordó que su viejo cuerpo cargaba horas de jet lag, así que utilizó la última razón volvió a pedir al taxista que lo devolviera al hotel. Repuesto con una larga siesta, a la noche, con el aire apenas cargado de un leve aroma a pescado, decidió que era tiempo de tentar la suerte y pidió a su taxista lazarillo visitar las zambas, velludas y paticortas putas de la Avenida Grau.

***

La pasión de Casillas por la cocina peruana era un misterio para Charo, propietaria de un paladar de escasa exigencia. A ella, el viaje a Lima le sirvió de perfecta excusa y, ya sola en Madrid, al día siguiente de la partida de Casillas, se fugó a Argentina. Charo se escondería casi medio año en las sierras de Córdoba y, reinventada, sólo regresaría a España para internarse en el hospital a cumplir sus Cuatro Fases nuevas.

En Lima, Casillas no sospechaba de su mujer fugitiva. Estaba entretenido y gozoso con la cocina en directo y los paseos sexuales con menores de edad, chicas malas y travestidos. Aplicaba la misma sistematicidad e inversa elegancia para desechar los mensajes de los organizadores del seminario que para invitar a desayunar, almorzar, merendar y cenar a la concierge que se los acercaba. Le daba lo mismo el lugar, decía. O Astrid & Gastón o Las Brujas de Cachiche o Costanera 700. Una chifa en la calle. Secos de cabrito, zapallo en chicha de jora, sopas teólogas o menestras de cerdo y res en algún nuevo hueco norteño con reconocible estilo de Lambayeque, de La Libertad, de Tumbes o de Piura.

En aquel viaje Casillas experimentó y tomó notas con avidez. Lima fue uno de los destinos donde su carpeta de apuntes creció con una productividad industriosa alimentada por su irresponsable libertad. Por supuesto, todo desenfreno tiene coto y, finalmente, los organizadores del congreso lo ubicaron al tercer día. Gente de rostros tallados con un cincel desafilado y cuerpos densos como morsas, fueron hasta su misma habitación y poco más y lo secuestraron de la cama que compartía, claro, con la concierge.

Casillas dio finalmente el seminario. Fue expedito, lo urgía el ansia de escapar a las fragantes calles limeñas y a enroscarse con la piel dulzona de la criollita. Sin embargo, no por ello el show careció de atractivo para cautivar a su público. Esa gente de narices entrenadas en el hedor gaseoso de las salas forenses acabó la feria boquiabierta, muda y obnubilada por el despliegue escénico del invitado principal, una sucesión inacabable de repulsivas imágenes de los experimentos de Casillas en el hospital madrileño.

El médico no aguardó aplausos y vítores que nunca llegaron. Salió a la carrera para que su taxista lo entregase a las frituras y a nuevas almas ardientes. Comenzó así una vorágine, adobado por pastillas azulitas y un hambre etíope que lo entregó a cuanto cuerpo halló y lo devolvió a Madrid con cinco kilos más en la barriga y varias toneladas de energía en las venas.

Casillas acabó con el decoro de cuanto vernissage, cocina, cuarto, puesto y sábana visitó. Mezcló arroz con pato a la cerveza negra, seco de chabelo con plátano y tentó con billetes estrellados a mujercitas de Miraflores que habían dejado el uniforme escolar a las cinco y se pintaron los hotpants a las seis. A un indio jovencito de Pucallpa lo adobó con más papel pintado a cambio de que él también le dejase untar el cuerpo lampiño con hierbabuena para después comer mondongo y tacu tacu sobre su vientre. Más billetes se fueron en chinas y negras y más aun en Capón, en las sopas de rachi y en las mesas nikkei de Konishi.

***

Cada acto voraz fue documentado con profusión de métodos. En las calles de Lima compró una Konica robada con temporizador con la que fotografió mujeres, muchachos y dragones, monumentos y decrepitudes. Las fotos tuvieron idéntico destino de borrador que sus memorias, reseñas hundidas en letra apretada con poética ordinaria e imprudente. “Jaleas de membrillo y king-kong y un dedo mayor arrancado a dientazos”. “Aquí van 12 choros sancochados fuera de la valva y ajicillo en vulva morena”. “Picar cebolla, añadir limón peruano, colocar rocoto y perejil picado: cholito a la chalaca a medianoche, ñan-ñam”. “No hay concha negra sin arena ni valva sin yuyo; no hay cuerpo criollo que rechace el aceite antes del pincho”.

El día que el médico Fernández accedió en profundidad a los textos de Casillas no pudo menos que colegir que su jefe había perdido la cabeza por completo. Las anotaciones combinaban tenebrosas confesiones de su pasado en Argentina y su presente igualmente inmoral en España con líneas de cocina, apuntes de geogragía e historia y largos devaneos sobre la cultura de las ciudades y pueblos que visitaba.

En el apartado de Lima había largas enumeraciones de tenebrosa factura. La cocina del anticucho de corazón y cau-cau, el caballo de San Martín sin cincha y las catacumbas de las iglesias limeñas compartían varios párrafos estridentes. Luego venían las páginas la descripción de la entrepierna sin vellos de la concierge de treinta años del Swissotel, un ají de gallina y el mar bravo rompiendo bajo el barranco de la costanera.

Una receta de causa limeña, la notación de golpes de la caja negra de Caitro Soto y un detalle de los nervios de la mano sangrante de la concierge antecedían la vuelta de página donde letra e imágenes se desplegaban, ahora sí, ya sin concierto alguno. Las descripciones de las tres falanges ausentes en la mano de la concierge estaban retratadas con nitidez y mucho bermellón cubriendo las sábanas de quinientos hilos y monograma del Swissotel.

Tamales y escabeches, el por qué de la fascinación mundial con Chabuca y su flor canela, el valor inmortal del Puente de los Suspiros. Todo tenía letra y foto. Incluso el taxista, invitado por Casillas a disfrutarse mutuamente cuando ya había sometido y drogado a la concierge. Y, con ella ya despierta a la mañana siguiente, también la técnica para ahogar besando hasta la asfixia a esa mujercita gentil, que nada más había aceptado cenar con un gentilhombre español viendo a los delfines Yaku y Wayra.

Más foto y letra. Un sancochado hirviente en la casa del taxista con su mujer y cinco hijos. Y un arroz chaufa en una avenida artera. Y el Convento de los Descalzos, a media mañana del único día soleado. Y un lomo saltado y el taxista mostrando una sierra, y luego un cuerpo trozado en un taller mecánico de los extramuros, y ese cuerpo envuelto como res de guiso en una edición dominical El Comercio.

Y los aromas rancios de las harineras de pescado y las imágenes de peces flotando, hinchados de gas. Y el gris de una ciudad que canta un fado eterno que no le corresponde. Y un hombre de acento español y otro de Tacna en un taxi sin placa. Y los turrones de Doña Pepa. Y los picarones. Y la técnica de preparación de la chicha morada. Y el auto que llega a las alturas del promontorio sobre las aguas sin surfistas en el anochecer de una tarde ciega.

Y una visita a las momias resecas de Huaca Pucllana antes de abordar rumbo a Madrid, de regreso. Y el recuerdo de la parca, más gris que nunca en una ciudad de hollín, saludando a la distancia, naufragando con otra alma en el oceáno. Y un revuelo de peces masticando plástico en minutos. Y una cerveza Cristal y una Inca Kola fluorescente, sabor a chicle, recién abiertas. Un beso entre hombres. Y la parca inmóvil en esa improbable ciudad que debió ser caboverdiana. Y una frase a página completa. No vivas mi pasado.

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