lunes, 16 de noviembre de 2009

La maldición del número

CAPITULO 24

Por alguna razón, cada memoria tiene un número.

Y por otra, cada número es maldito. El anatema: mis números no son ordinales. O sea, lo primero que recordé fue Charo, de espaldas, con coleta o con rodete o con las puntas del cabello retocadas. ¿Eso la hace el Recuerdo Uno? ¿Y si es el Siete? ¿Por cuál derecho Francisco Silvela, 28, distrito de Salamanca cedería el Tres a un 21 de junio soleado en Madrid? ¿Qué no permite a mis corbatas ser Cuatro? Aquí y ahora, la respuesta de cualquier desquiciado de aquí dentro ganaría todos los tickets al campeonato mundial de la razón.

***

Tanto desorden, hay tanto desorden en mi vida. (Y esto lo dice un hombre sentado en el baño con el periódico sobre las faldas, la pipa llenando pulmones y ambiente, y un Rioja en la copa sobre el vano de la ventana.)

***

Me emborracha la noción de arbitrariedad. Curioso, soy médico: mi vida debiera ser ceremoniosa, un matrimonio con la lógica discreta. Todo me dice que Piaff debe ser el Recuerdo Nueve porque su sentido —yo soy je ne regrette rien— se manifestó después de otros ocho, pongamos. Pero, ¿y si fue primero? ¿Si antes sólo aparecieron dos? ¿Alguien vende garantías para que mañana, al despertar, recuerde lo mismo que hoy?

¿Y si ya aprendí la verdad, si ya se revelaron mis diez recuerdos perdidos y volvieron a perderse porque así debían estar? Siempre es más sencillo olvidar, Casillas. Siempre.

***

Necesito pastillas. Azules y amarillas. Pero eso después de la uva y el tabaco, hombre.

***

Soy un rompecabezas, claro. Lo complejo es unir las piezas que se empeñan en flotar en mares separados por cinco mil millas.

Así...

***

Ordem e Progresso. Orden es progreso. Quiero hacer de mi vida una línea recta al Recuerdo 10. O al Cero, si es que, como dicen, vivimos para completar una regresión.

***

Post hoc ergo propter hoc. Ordenemos la turbiedad:

  • Charo de espaldas en un parque. ¿Es lo primero? ¿Qué quiere decir?

  • La colección de corbatas. ¿Acaso vi a Charo en el parque y subí a casa a revisarlas? Doy esto por cierto: cuando las veo, están sobre la cama, en perfecto orden. ¿Quizás primero ordené las corbatas —¿estaba por volar, volvía de un viaje?— y luego bajé a la plaza? ¿Y qué parque era?

  • Madrid, mitad del año. ¿Es esto sólo una sensación? O sea, ¿supongo una ciudad al sol? ¿O es sólo una marca en un calendario de pared que dice Hoy es 21 de junio y hay sol? Porque no distingo nada: no hay edificios, no hay vistas. Todo es blanco pero estoy convencido de que es Madrid y es 21 de junio y hay un sol precioso. ¿Es ese día el día de Charo de espaldas, de mis corbatas ordenadas de salida o regreso?

(Esto es agotador.)

  • Silvela, 28, Salamanca. ¿Qué demonios es esa casa? Ya la vi. No hay nada en especial en ella. ¿Viví allí? No viví allí. ¿Alguien que conozco vive allí? Nadie que conozca vive allí. Acaso está cerca de un parque, donde Charo y...

  • Piaff. Bien, esto es certeza: pocas cosas me importan. Piaff me lo dice. Esto es una certeza de granito.

  • «Timbuktu». ¿Debo releerlo? ¿Debe decirme algo su portada? ¿Hay un meta-mensaje en este libro? ¿Auster debe decirme algo sobre la enfermera? ¿O sobre Charo? Tengo una idea: revisaré si tiene subrayados. Allí puede haber pautas. Los libros siempre dan pautas.

  • El auto, el Mercedes, y la muerte. No me detendré en esto. No ahora. Por favor.

  • La enfermera del pasillo. Sexo, sexo, sexo. ¿Hay otra cosa? Ah, Casillas; ha de haber. No hay vida que se obsesione con recuerdos intrascendentes. Esos son hombres perdidos. Los extraviados de este hospital. Gente que mata quince años dando vueltas las tres mismas cartas todos los sábados. Bebedores de mocos. Entes que no miran una pared: la pared les mira; está más animada que ellos.

  • No vivas mi pasado”. El pasado. Mi padre. Sé quién fue mi padre. Qué hizo. Sé. Pero, por otro lado, ¿quién fue mi padre, realmente?

  • Mímesis Fernández. Como que lo tengo asentado: mi posición, mis chicas, mis archivos. El deseo femenino en el hombre. Fernández quiere ser yo. El poder.

***

Diez recuerdos. Orden.

Uno a Diez.

1 a 10.

1 y 0.

0 y 1

0 + 1 = 1

Ah, Fibonacci. La secuencia autosimilar.

Circular Fibonacci.

0 + 1 = 1 = La suma de los precedentes es igual a su sucesor = soy cuanto he hecho.

Circular Casillas.

No quiero ser igual a mí mismo, ordinal y ordinario.

Möbius Fibonacci.

Möbius Casillas.

Malditos números.

Circular Möbius Fibonacci Casillas.

Por lo que sea, debo saber dónde estoy para no ser uno más de este loquero Möbius Fibonacci donde vivo.

Réstenme. Adiciónenme.

Necesito ser una contradicción en los términos: 1 + 1 = .

***

Ruego al orden de los factores alterar este producto.

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lunes, 26 de octubre de 2009

Operación Triunfo

CAPITULO 23

Por la mañana, dejó el auto a buen recaudo y se apersonó, muy judicialmente, en el hospital. Temblaba. En Buenos Aires no hacía trabajo de campo. Eso recaía en Orso y Portigliatti. Involucrarse desencajaba con su modelo de comportamiento administrativo, analítico e inodoro. Pero viajar a Madrid suponía fajina. Viene con el territorio, Zapata.

Llegó hasta el guardia decidido a mentir. Un familiar necesitaba asistencia; precisaba hablar con el jefe de médicos. Desde allí todo podía haber ido por la barranca pues el fiscal sudaba y gesticulaba como si tuviera alas, incapaz de disimular la falsía. Pero ese día estaba con suerte o al vigilante nada le importaba pues lo miró explicarse una y otra vez sin moverse de su sitio. Tenía la mirada de una vaca. Es posible que por esa bondad vacuna no hiciera pregunta alguna, mas el asunto es que, tras restregarse la nariz, nada más marcó el número de Fernández.

El médico estaba aburrido. Casillas había desaparecido por varios días dejando en sus manos la administración del psiquiátrico. A Fernández le tomó dos días ordenar todo; para el tercero ya no sabía más que hacer. Conversaba con Charo a través de su puerta, pateaba a algún desquiciado por las tardes, espiaba la oficina del jefe una y otra vez. Donde Zapata vio otra intervención de la providencia había un director interino con la línea del trasero borrada por la silla.

Fernández llevó a Zapata a recorrer los cuatro extremos del hospital. Repitió al médico la invención, esta vez algo más ordenada. Argentino recién mudado a España por cuestiones laborales, buscaba tratamiento para un familiar con serios trastornos de comportamiento. Como Fernández no preguntaba demasiado, Zapata ganó tiempo dando mejor forma al cuento. Excusaba sus reiteraciones por la enorme complejidad del problema de su hermano, el supuesto enfermo, que lo sometía a un permanente y poco controlable nerviosismo. Fernández lo seguía sin oírlo, cabeceando por cortesía, totalmente ajeno.

De cuando en cuando interrumpía por algún detalle vago —la edad del hermano de Zapata, el tiempo que llevaba enfermo, si recibía medicación: 38, 15 años, no— pero no ahondaba demasiado. Al cabo de un tiempo de girar, Zapata notó que habían atravesado la misma intersección de pasillos dos veces. Se detuvo para hacérselo notar al médico: Fernández siguió.

Esa primera impresión alertó al fiscal. Pronto se convenció de que las preguntas del médico no saltarían la valla de las vaguedades —¿era el hermano era casado? ¿había historial familiar? ¿podían cubrir los gastos? a) no, b) no, c) sí. Al final, Zapata concluyó pronto el monólogo y comenzó a hacer él las preguntas. Fernández daba respuestas simples, y cuando no abusaba de los monosílabos, directamente optaba por el silencio.

¿Estaba allí por responsabilidad, porque pidió por él, porque no tenía otra cosa que hacer? ¿Porque el director lo había jodido de por vida encargándole las relaciones con el staff y esa visita y todas las visitas? ¿Por eso visitaron los primeros pabellones a la carrera, como si estuviera urgido de ir al baño?

Hallar el modo de simpatizar con Fernández para cumplir el plan del día se volvió un repentino dilema para el fiscal. Le hubiera dado igual hablar con un perdido que con un jefe médico como aquel, toda prescindencia. Pero entonces, cuando había comenzado a decepcionarse con su experiencia de campo, la situación cambió.

Fue nada más doblar entre pasillos y abrir una pesada puerta. Hasta entonces, y de tanto en tanto, Zapata sentía que su monólogo se mezclaba con una música pegadiza que podía reconocer como pop. Era algo vago, a lo que no prestaba demasiada atención, concentrado como estaba en mantener homogénea su ficción. Pero cuando atravesaron esa puerta, mientras el fiscal volvía a entrar en detalles sobre el dilema familiar de mudar a su hermano de Argentina a España, Fernández comenzó a cantar en voz alta.

Zapata se detuvo de inmediato, nuevamente sorprendido, y esta vez el médico se quedó quieto junto a él: miraba a los ojos al fiscal, con un espasmo de sonrisa —¿era alegría?—, moviendo la cabeza al compás de la música y siguiendo la canción palabra por palabra.

Para cuando concluyó, Fernández procuró recuperar la compostura —¿estaba el médico también loco?— pero Zapata lo notó tan recuperado de ánimo, por primera vez atento a él, que no lo dejó avanzar. Más bien, dijo, prefería que le contase por qué tenían esas canciones tan pegadizas invadiendo los pasillos del hospital.

Resultó: Fernández por primera vez mostró alguna emoción al hablar. Con su narrativa telegráfica, el médico contó que el hospital había comprado todas las colecciones de Operación Triunfo y las repetía incesantemente por los altavoces del sistema de comunicación del edificio. Variaban el orden de canciones y discos de modo de sorprender a los internos. El médico explicó a Zapata que los desequilibrados tienen una memoria intensa. Pueden anticipar con asombrosa facilidad cuántos segundos separan un tema de otro, por ejemplo. También recitar la relación completa de composiciones de un disco; reconocer cantantes, arregladores y sesionistas; el estudio donde fue grabado el álbum y la vestimenta utilizada en cada sesión fotográfica. Algunos podían reproducir, con exactitud, el arte de una portada que nada más habían observado por breves instantes.

En ese momento y con la música, Fernández pareció salir de hibernación. Hablaba más y más. Se ponía en el centro de la escena, gustaba referirse al proyecto musical con convencimiento, como una ocurrencia personal, producto de su observación minuciosa del comportamiento del internado. Parecía disfrutar el parlamento, gozar bajo el foco del ojo ajeno. ¿Será, pensaba el astuto Zapata, que este hombre necesitaba quien leo escuche? Si era así, podía brindarle las horas de toda una vida: Fernández era el tipo de gente que un manipulador desayuna a diario.

De boca del médico el fiscal supo que Virginia Maestro y Vicente Seguí tenían cantando al planeta entero, sin distinción de afección, “Soy tu aire”, “De pequeño” y la mitad de la producción “Confidencias”. A los demás los seguían dependiendo del pabellón: Ainhoa era para los maníaco-depresivos; a Rosa López la silbaban sólo los esquizoides y no había quien compitiese con Ángel Capel y Brenda Mau entre los psicóticos.

Fuera de ellos, había dos OT a quien nadie perdía pisada: Genoa y Bisbal.

Cuando ven los vídeos de Genoa en la sala común, hay que darles sistema de inmediato —informó Fernández.

¿Sistema? —se intrigó el fiscal.

Calmantes. Inyecciones. Les encanta Genoa. Se masturban unos a otros. Cachondeo puro. Debemos sacar a las mujeres de la sala porque se monta una...

A Zapata le resultó graciosa la visión de una orgía insana.

No se ría, es serio. Bisbal es otro caso. Los pierde. A todos: esquizos, psicóticos, suicidas en recuperación. Pero sobre todo a los bipolares. De veras, no es broma. Si por casualidad tenemos a Genoa, que es de su país, de hecho, no podemos poner a Bisbal seguido. Sería un pandemónium. Empieza una de jadeos y erecciones que ni falta hace el Viagra...

Zapata ya no pudo mantener la compostura y la risa se le filtró sin reparos.

Disculpe, es que... La idea me parece... fatal —buscó justificarse—. Tenía entendido que en estos nosocomios la norma era poner música clásica.

Fernández negó con la cabeza.

Gilipollez. Bisbal, Bisbal y Bisbal y Genoa. Así: cada tres Bisbal, una Genoa. Lo dicho: los vuelve locos, literalmente. Primero se aceleran pero luego quedan como seda. La clásica no funciona. Un mito. Los pone tremendos.

Pero acaba de decirme que Bisbal y... —Zapata dudó.

Genoa, su compatriota.

Esa. Que son ellos los que los vuelven... ¿tremendos? ¿Cómo algo tremendo es bueno?

Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa —respondió el médico, marcial—. Yo dije que la clásica los pone tremendos; los Operación Triunfo los vuelven locos.

El fiscal no terminaba de encajar la idea.

¿Y cuál es la diferencia?

Mire, es mejor que sepa algo —Fernández miró a los lados; pasó la lengua por los labios—: este hospital es, cómo decirle... un tanto...

¿Heterodoxo?

El médico concedió.

No tememos, por ejemplo, hablar sin pelos en la lengua a la gente. ¿Para qué mentirles o prometer lo imposible? —siguió otra vez con tono espartano, tomando distancia de la jovialidad que lo había ganado con la música— Es bueno que sepa que, si trae aquí a su hermano, no es para que mejore: es para encerrarlo y que no haga tonterías en casa.

Zapata no se conmovió: no estaba allí para juzgar al hospital sino para cazar a El Fantasma. Dar la razón a Fernández, desapegado de sus creencias, podía ser el camino más corto a su objetivo.

Lo tengo claro —respondió fingiendo convicción—, no hay reproche. Y realmente eso es lo que pretendo; está incontrolable y yo tengo familia.

Fernández chasqueó los dedos.

Hala, que aquí lo manejamos. Retomo: estábamos en Bisbal y Genoa contra la clásica. Locos versus tremendos. La diferencia. Dígame, ¿la ve, la nota?

Zapata negó.

El sexo, hombre, el sexo. Los OT los ponen y, con el sexo, al final, cuando todos se corren, llega la calma. Método simple: si escapan a los calmantes, Bisbal, sexo y a dormir. Grábese esto, amigo: la música clásica los violenta. No hay cómo meterles sistema. Es el fin de la sociedad del sedante. Me quedo sin máquina: me golpean a los enfermeros, me golpean a los médicos y me golpean a la guardia. Joder, una vez hasta lanzaron a un interno por la ventana porque se negaba a dejar de tararear... ¿Cómo se llamaba?... “Cavalleria rusticana”.

¡No lo puedo creer! —volvió a fingir Zapata.

Créalo, que si se lo digo es para que no se haga vanas ilusiones. Insisto, si va a traer aquí a su hermano, mejor que sepa cómo son las cosas. No es fácil manejar a personas alteradas, como usted sabrá. Pero si de algo sirve, si por algo usted está acá, deduzco, es porque ya habrá averiguado que éste es el mejor hospital psiquiátrico de Madrid. Somos un depósito de chiflados, pero el más eficiente.

Lo sé —volvió a mentir— e insisto en que no me asusta la situación. Supongo que todos aquí son tan profesionales como usted.

Zapata enfatizó para que el médico note la inflexión y resultó mejor de lo pensado: Fernández compró el cumplido. Tomó aire; volvió a controlar los alrededores con un vistazo rápido. Habló con la voz más firme, crecido, como si hubiera ganado veinte años de una vez.

No pueden ser menos siendo yo el responsable de supervisarlos —mintió también él—. Igual, todo eso del interno lanzado por los aires pasó hace años —volvió a perjurar—. Mire —indicó a la izquierda: a pocos pasos de la puerta donde se detuvieron se habría una gran habitación—, estas son las áreas comunes. Un poco viejas, sí, les falta algo de pintura, sí, pero es uno de los lugares donde todos comparten con todos. Médicos, personal subalterno, internos. Almorzamos juntos la mayoría de las veces. Y cenamos, si es turno.

Zapata se asomó. Era un gran salón despejado, de paredes pintadas con sintético gris del piso a la mitad y blanco hasta el techo. Los muebles eran básicos: a razón de ocho o diez sillas plásticas alrededor de media docena de grandes mesas de fórmica. Sellas y mesas estaban unidas al piso con cadenas recubiertas de goma transparente, verde. Las ventanas parecían protegidas contra un ataque nuclear: un tejido alambrado antes de los vidrios, que parecían de vinilo, y rejas de hierro en el exterior. En las alturas de una pared dos televisores empotrados emitían un partido grabado del Atlético de Madrid. Zapata lo había visto el fin de semana: recordó que debía comprar la camiseta para el hijo de Orso.

¿Ve lo que digo? —interrumpió Fernández, otra vez a su lado— Esto es totalmente avant garde. En otras instituciones a los internos les ponen sistema y a otra cosa; acá hay sistema, por supuesto, pero somos humanos.

El médico hizo una seña y Zapata lo siguió por un largo pasillo que desembocaba en las oficinas del personal. Mientras avanzaban, volvieron a sonar por los altavoces los primeros compases de una canción pop, pringosa, imposible de pasar por alto.

—¿En serio que es verso? —volvió a preguntar a Fernández, entre divertido e inocente—. Lo de la música clásica, digo.

—Como un piano. Al único al que le va esa música es al director, pero él está loco también.

El director. El Fantasma. Ya estaban acercándose a su objetivo. Bien. Debía asegurarse la buena voluntad del médico. Zapata tiró de su genio jurídico.

—Bueno, entonces al final la clásica sí funciona para alguien —bromeó.

Fernández sonrió. La mueca fue inconfundible para el fiscal: había malicia.

—Qué va —dijo el médico—, es la excepción. Ya sabe, el que confirma la regla.

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jueves, 30 de abril de 2009

Non, je ne regrette rien

CAPITULO 22

Sabes cómo jugar fuerte, Charo. Hoy, por primera vez, he completado la certeza de que tu locura es irreal. O que no es de psiquiátrico. No de este. Quizás del exterior.

Anoche, cuando dejaste el CD de Piaf en el escritorio, abierto de par en par, no seguí el juego. Fue esta mañana, aun amarrado por las babas del sueño, que desperté a todo.

Repasémoslo así.

Play.

Allez, venez, Milord!

Vous asseoir à ma table;

Il fait si froid, dehors,

Ici c'est confortable.

Pause.

(Casillas escribe en una hoja membretada del hospital.)

Este disco, esta canción y esta Piaf me han resuelto la octava laguna de la memoria. A tí era a quien gustaba Piaf, a tí a quien esta letra transportaba. Yo fui tu Milord, Charo.

Play.

Laissez-vous faire, Milord

Et prenez bien vos aises

Vos peines sur mon coeur

Et vos pieds sur une chaise

Pause.

Me perdonarás, nunca supe jugar el juego. Rizar tu rizo. Esta, Charo, es la más clara aproximación al perdón que puedo hacer hoy. Y también es una carta de amor.

Play.

Je vous connais, Milord,

Vous n'm'avez jamais vue

Pause.

Y hoy gemiré por eso, maldita Charo, bendita Loca Estela.

Play.

Je ne suis qu'une fille du port,

Qu'une ombre de la rue...

Pause.

(Casillas enciende un puro; se estira en el sillón.)

Temo a tu sombra porque las sombras siempre salen a nuestros pies. Son el cable a tierra, ¿sabías? Igual es una liviandad.

Conocerte cambió mis modos. Algunos. No puedo decirte todo ahora. Basta que enuncie esto: sin tí, hubiera sido peor. No tengo límites. He dejado detrás toda frontera. Sé que no me queda sino mantenerme en línea recta hasta que no haya adónde ir. En un mundo circular, lo sabes, eso es imposible: uno siempre vuelve al punto de partida nada más para darse cuenta que ni el espacio es idéntico ni el pasado te refleja. Lo hecho nos devuelve un eco, un sonograma. Nada es igual a sí mismo.

Cada vez que paso por el mismo lugar —ese lugar está en mi cabeza—, no me reconozco.

Play.

Pourtant j'vous ai frolé

Quand vous passiez hier,

Vous n'étiez pas peu fier.

Dame! Le ciel vous comblait:

Votre foulard de soie

Flottant sur vos épaules,

Vous aviez le beau role,

On aurait dit le roi...

Vous marchiez en vainqueur

Au bras d'une demoiselle

Esta...

(El bolígrafo se queda sin tinta. Casillas busca otro en el cajón de su escritorio.)

Esta es una derrota autoinfrigida. No me queda tiempo, Charo. Debo terminar lo que resta: recopilar las memorias, quizás llevarlas al papel. Y desaparecer.

Soy un bólido, ya ves. Y soy mi propio conductor. Y he perdido el control de mi vehículo en la carretera rápida, que es lo mismo que perderse a uno mismo.

Mon Dieu!... Qu'elle était belle...

J'en ai froid dans le coeur...

Tú me calmabas, Charo. A tu modo, que nunca reconocí. Nunca tuve ancla, al parecer, y cuando la fuiste, decidí cortar la amarra.

Así es: no soporto las ataduras. Soy un niño que quiere seguir jugando en la calle, en un barrio malo, solo, y a las 10.00 pm.

Allez, venez, Milord!

Vous asseoir à ma table;

Il fait si froid, dehors,

Ici c'est confortable

(Casillas
fuma.)

Lo está. Esta canción era tu capullo, donde tú, vos, te encerrabas. En estas letras siempre estuvo tibio, Charo.

Laissez-vous faire, Milord,

Et prenez bien vos aises,

Vos peines sur mon coeur

Et vos pieds sur une chaise

Je vous connais, Milord,

Vous n'm'avez jamais vue

Je ne suis qu'une fille du port

Qu'une ombre de la rue...

Pause.

¿Quién soy, Charo? Dime, ¿hay El Otro Casillas como hay una Loca Estela? ¿Cómo es él? ¿Cómo lo conociste?

Hace frío. En esta oficina hace frío. Afuera hay sol, pero aquí invierna.

Play.

Dire qu'il suffit parfois

Qu'il y ait un navire

Pour que tout se déchire

Quand le navire s'en va...

Il emmenait avec lui

La douce aux yeux si tendres

Qui n'a pas su comprendre

Qu'elle brisait votre vie

Pause.

(Casillas dobla el papel; lo mete en un sobre; cierra el sobre; gira en la silla; mira por la ventana; al otro lado de la calle ve estacionado el mismo auto de las últimas semanas; cavila.)

No me compadezcas, canción. No lo deseo. Esta ligereza, la ausencia de escudos, concluirá. Nada más espera hasta el final.

Son varios finales. El final de esta canción. El final del pasillo del hospital. El final del polvo con Estela, con Charo, con la enfermera (hoy no puedo decir su nombre), de los niños y la niña de Lima.

Mi final, cuando haya acomodado los diez recuerdos extraviados. Cuando arme el rompecabezas final, uno sin reglas. Allí habrá un legado: como quiero que sea contada mi historia.

Ustedes, los demás, construirán las suyas. Otros rompecabezas sobre mi propio troquelado.

Play.

L'amour, ça fait pleurer

Comme quoi l'existence

Ça vous donne toutes les chances

Pour les reprendre après...

(Toma el sobre y lo abre; tiene nuevas ideas; despliega nuevamente la carta.)

Ojalá estuvieras aquí para que entiendas lo último que escucho y quiero explicar. Mi vida es un rompecabezas que rearmo constantemente, pero también son los puzzles de los demás sobre mí. Vivir es un collage de periódicos.

Nunca una foto dice todo. Ninguna vida se explica. Si algo somos, eso es un infinito en la finitud.

¿No has notado que todas mis explicaciones son circulares?

Allez, venez, Milord!

Vous avez l'air d'un mome!

Laissez-vous faire, Milord,

Venez dans mon royaume

¿Qué hay en tu reino? Lo que debías mostrar ya lo vi. Lo que deseaba, lo tuve. ¿Por qué he de regresar allí donde no queda nada? Nadie vuelve al desierto para morir de sed. Antes navega la mar, donde igual caerá sediento, aunque tendrá otro viaje.

No tocas dos puertos iguales en este viaje, Charo. Lo dicho: nada es igual a sí mismo. No hay regreso, apenas un tránsito. Hacia allá. Hacia los finales.

¿Acaso no notas que mis negaciones son afirmaciones?

Je soigne les remords,

Je chante la romance,

Je chante les milords

Qui n'ont pas eu de chance!

Regardez-moi, Milord,

Vous n'm'avez jamais vue...

Mais... vous pleurez, Milord?

Ça... j'l'aurais jamais cru!...

Pause.

(Detiene la escritura; piensa; echa volutas al aire.)

Ah, perra Charo. ¡Claro que sí! Canta al remordimiento, cántale a tu deshilachado amor. Nunca tuve suerte y no la tendré. ¿Acaso es necesaria? Los finales están escritos, ¿no es así? Y si lloro —lloré, lloraré— es porque no importa qué, cómo, dónde ni cuándo, no puedo cambiar quien soy ni adonde me lleva esta barca.

Soy un Odiseo sin gloria, el único al que las sirenas no le cantan. Ellas se echan al Egeo cuando me sienten llegar.

Play.


Eh ben, voyons, Milord!

Souriez-moi, Milord!

...Mieux qu' ça! Un petit effort...

Voilà, c'est ca!

Allez, riez, Milord!

Allez, chantez, Milord!

La-la-la...

Mais oui, dansez, Milord!

La-la-la... Bravo Milord!

La-la-la... Encore Milord!... La-la-la...

(Vuelve al papel.)

No quiero ser feliz. Sólo necesito terminar con esto. Como sea, non, je ne regrette rien.

Stop? Pause.

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viernes, 12 de diciembre de 2008

Choritos a la chalaca

CAPITULO 21

El viejo colega intentó convencerlo de mil formas pero Casillas le llevó la contraria. Iría a Lima sin preocuparse por su imagen. Bien sabía defenderla. No estaba en sus planes disertar sobre indagaciones en la mollera para domiciliar facultades psíquicas. Antes bien, el congreso era una excusa para trasegar un itinerario mundano compuesto de un varieté de comida afroperuana, china, prehispánica y piernas criollas largamente observables mientras simulaba atender la danza de Yaku y Wayra en Los Delfines.

La invitación a disertar en el seminario de frenología le fue cursada por una organización médica no reconocida por la Academia Nacional. El claustro cuasi clandestino reunía a médicos nigromantes, necrofílicos y perversos varios. Eran razón suficiente para preocupar al viejo amigo médico pero no a Casillas, quien nada más los esquivaría. Ni bien llegado a Lima, les hizo un práctico feo a sus expectantes seminaristas escapándose disfrazado con sombrero y bigotes por los laterales del Jorge Chávez.

Un taxi ávido de dinero fuerte lo puso sin pausa en el Swissotel. Al taxi lo conducí un jovencito acholado y simpático, que pronto puso en sus manos su número telefónico para lo que necesite, pana. El chico era hablador y a Casillas le atrajo ese tonito limeño cadenciosamente conquistador, que le seguía aun retumbando en la cabeza, sacándole una leve sonrisa del rostro, cuando se acercó al mostrador del hotel.

Allí lo recibió una atildada jovencita de piel cobriza y ojos color caramelo que le hizo olvidar al taxista. Sus pestañas caían como telas en cámara lenta y olía a maravilla orgánica. Sutilmente, le olfateó el PH. Flowerbomb. Suficiente para aumentarle la sonrisa, liberarle el alma y volverlo más andaluzamente hablador. Entregado a la esencia, Casillas prolongo su registro varios minutos reluciendo galanterías como joyas, pero la chica mantuvo las formas y no cedió demasiado a los pases de media verónica. Apenas le dejó caer los ojos un par de veces y sólo una vez y, con suma discreción, se pasó la lengua por los labios rojos.

Era todo lo que Casillas necesitaba. Terminado el registro, no retrasó más su primera misión. Luego tendría tiempo para ella; su estómago le tironeaba más la voluntad, así que subió presuroso a la habitación y se cambió de ropas. El taxista acholado, que bajo ninguna circunstancia se movería de la puerta del Swissotel, estaba a su disposición para depositarlo en su primer destino culinario.

En las puertas del mercado de Surquillo fueron choritos a la chalaca que cebó con algo de cerveza fuerte. Picosos y sensuales, tuvieron suficiencia para entusiasmarle la lengua, así que gastó el resto de la mañana departiendo con los parroquianos. Volvió al hotel apenas para ducharse. La concierge había dejado el turno, y eso lo importunó un poco —no dejes para mañana... así que apuró el regreso a la búsqueda de nuevos platos.

El taxista esta vez lo adentró en el centro histórico de la ciudad. Pinchos de corazón de res marinados en ají panca, deleite que extendió con un tacu-tacu pletórico de mariscos y un mal vino local. Que fuera indecente, empero, no impidió que se bajase dos botellas antes de pasar a un pisco de Biondi. Como las uvas le enturbiaron el juicio —gritó al mesero y volvió a gritar a los comensales cuando le reprocharon la conducta—, en la penúltima lucidez recordó que su viejo cuerpo cargaba horas de jet lag, así que utilizó la última razón volvió a pedir al taxista que lo devolviera al hotel. Repuesto con una larga siesta, a la noche, con el aire apenas cargado de un leve aroma a pescado, decidió que era tiempo de tentar la suerte y pidió a su taxista lazarillo visitar las zambas, velludas y paticortas putas de la Avenida Grau.

***

La pasión de Casillas por la cocina peruana era un misterio para Charo, propietaria de un paladar de escasa exigencia. A ella, el viaje a Lima le sirvió de perfecta excusa y, ya sola en Madrid, al día siguiente de la partida de Casillas, se fugó a Argentina. Charo se escondería casi medio año en las sierras de Córdoba y, reinventada, sólo regresaría a España para internarse en el hospital a cumplir sus Cuatro Fases nuevas.

En Lima, Casillas no sospechaba de su mujer fugitiva. Estaba entretenido y gozoso con la cocina en directo y los paseos sexuales con menores de edad, chicas malas y travestidos. Aplicaba la misma sistematicidad e inversa elegancia para desechar los mensajes de los organizadores del seminario que para invitar a desayunar, almorzar, merendar y cenar a la concierge que se los acercaba. Le daba lo mismo el lugar, decía. O Astrid & Gastón o Las Brujas de Cachiche o Costanera 700. Una chifa en la calle. Secos de cabrito, zapallo en chicha de jora, sopas teólogas o menestras de cerdo y res en algún nuevo hueco norteño con reconocible estilo de Lambayeque, de La Libertad, de Tumbes o de Piura.

En aquel viaje Casillas experimentó y tomó notas con avidez. Lima fue uno de los destinos donde su carpeta de apuntes creció con una productividad industriosa alimentada por su irresponsable libertad. Por supuesto, todo desenfreno tiene coto y, finalmente, los organizadores del congreso lo ubicaron al tercer día. Gente de rostros tallados con un cincel desafilado y cuerpos densos como morsas, fueron hasta su misma habitación y poco más y lo secuestraron de la cama que compartía, claro, con la concierge.

Casillas dio finalmente el seminario. Fue expedito, lo urgía el ansia de escapar a las fragantes calles limeñas y a enroscarse con la piel dulzona de la criollita. Sin embargo, no por ello el show careció de atractivo para cautivar a su público. Esa gente de narices entrenadas en el hedor gaseoso de las salas forenses acabó la feria boquiabierta, muda y obnubilada por el despliegue escénico del invitado principal, una sucesión inacabable de repulsivas imágenes de los experimentos de Casillas en el hospital madrileño.

El médico no aguardó aplausos y vítores que nunca llegaron. Salió a la carrera para que su taxista lo entregase a las frituras y a nuevas almas ardientes. Comenzó así una vorágine, adobado por pastillas azulitas y un hambre etíope que lo entregó a cuanto cuerpo halló y lo devolvió a Madrid con cinco kilos más en la barriga y varias toneladas de energía en las venas.

Casillas acabó con el decoro de cuanto vernissage, cocina, cuarto, puesto y sábana visitó. Mezcló arroz con pato a la cerveza negra, seco de chabelo con plátano y tentó con billetes estrellados a mujercitas de Miraflores que habían dejado el uniforme escolar a las cinco y se pintaron los hotpants a las seis. A un indio jovencito de Pucallpa lo adobó con más papel pintado a cambio de que él también le dejase untar el cuerpo lampiño con hierbabuena para después comer mondongo y tacu tacu sobre su vientre. Más billetes se fueron en chinas y negras y más aun en Capón, en las sopas de rachi y en las mesas nikkei de Konishi.

***

Cada acto voraz fue documentado con profusión de métodos. En las calles de Lima compró una Konica robada con temporizador con la que fotografió mujeres, muchachos y dragones, monumentos y decrepitudes. Las fotos tuvieron idéntico destino de borrador que sus memorias, reseñas hundidas en letra apretada con poética ordinaria e imprudente. “Jaleas de membrillo y king-kong y un dedo mayor arrancado a dientazos”. “Aquí van 12 choros sancochados fuera de la valva y ajicillo en vulva morena”. “Picar cebolla, añadir limón peruano, colocar rocoto y perejil picado: cholito a la chalaca a medianoche, ñan-ñam”. “No hay concha negra sin arena ni valva sin yuyo; no hay cuerpo criollo que rechace el aceite antes del pincho”.

El día que el médico Fernández accedió en profundidad a los textos de Casillas no pudo menos que colegir que su jefe había perdido la cabeza por completo. Las anotaciones combinaban tenebrosas confesiones de su pasado en Argentina y su presente igualmente inmoral en España con líneas de cocina, apuntes de geogragía e historia y largos devaneos sobre la cultura de las ciudades y pueblos que visitaba.

En el apartado de Lima había largas enumeraciones de tenebrosa factura. La cocina del anticucho de corazón y cau-cau, el caballo de San Martín sin cincha y las catacumbas de las iglesias limeñas compartían varios párrafos estridentes. Luego venían las páginas la descripción de la entrepierna sin vellos de la concierge de treinta años del Swissotel, un ají de gallina y el mar bravo rompiendo bajo el barranco de la costanera.

Una receta de causa limeña, la notación de golpes de la caja negra de Caitro Soto y un detalle de los nervios de la mano sangrante de la concierge antecedían la vuelta de página donde letra e imágenes se desplegaban, ahora sí, ya sin concierto alguno. Las descripciones de las tres falanges ausentes en la mano de la concierge estaban retratadas con nitidez y mucho bermellón cubriendo las sábanas de quinientos hilos y monograma del Swissotel.

Tamales y escabeches, el por qué de la fascinación mundial con Chabuca y su flor canela, el valor inmortal del Puente de los Suspiros. Todo tenía letra y foto. Incluso el taxista, invitado por Casillas a disfrutarse mutuamente cuando ya había sometido y drogado a la concierge. Y, con ella ya despierta a la mañana siguiente, también la técnica para ahogar besando hasta la asfixia a esa mujercita gentil, que nada más había aceptado cenar con un gentilhombre español viendo a los delfines Yaku y Wayra.

Más foto y letra. Un sancochado hirviente en la casa del taxista con su mujer y cinco hijos. Y un arroz chaufa en una avenida artera. Y el Convento de los Descalzos, a media mañana del único día soleado. Y un lomo saltado y el taxista mostrando una sierra, y luego un cuerpo trozado en un taller mecánico de los extramuros, y ese cuerpo envuelto como res de guiso en una edición dominical El Comercio.

Y los aromas rancios de las harineras de pescado y las imágenes de peces flotando, hinchados de gas. Y el gris de una ciudad que canta un fado eterno que no le corresponde. Y un hombre de acento español y otro de Tacna en un taxi sin placa. Y los turrones de Doña Pepa. Y los picarones. Y la técnica de preparación de la chicha morada. Y el auto que llega a las alturas del promontorio sobre las aguas sin surfistas en el anochecer de una tarde ciega.

Y una visita a las momias resecas de Huaca Pucllana antes de abordar rumbo a Madrid, de regreso. Y el recuerdo de la parca, más gris que nunca en una ciudad de hollín, saludando a la distancia, naufragando con otra alma en el oceáno. Y un revuelo de peces masticando plástico en minutos. Y una cerveza Cristal y una Inca Kola fluorescente, sabor a chicle, recién abiertas. Un beso entre hombres. Y la parca inmóvil en esa improbable ciudad que debió ser caboverdiana. Y una frase a página completa. No vivas mi pasado.

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viernes, 5 de diciembre de 2008

Madrid, 4.00 AM

CAPITULO 20

Madrid vive durante la hora muerta. Un hormiguero bullicioso que se revuelve como si fuera atacado por el palo de un masai hambriento. Mientras el músculo descansa, la ciudad es asolada por el ejército del soliviantamiento. Una masa fermentada, humeante, sensual. Madrid de noche es ciudad de inmortales. Todo eso pensaba Zapata, que descubrió esa faceta de la ciudad sin proponérselo. De repente, mientras esperaba en el auto, Madrid se avivaba. La gente le pasaba caminado al lado, a los gritos, riendo como si fuera una mañana soleada de sábado. Miró el reloj. Jueves, 4.00 AM.

Y lo mismo el viernes y el sábado. El domingo amainó. Lunes y martes estuvo tranquilo porque incluso los enormes cuerpos reptantes, las hidras policefálicas, necesitan descanso. Un solo día bastaba: el miércoles la procesión se reactivaba. Y no sólo en las calles: también en el hospital. Quizás fuera un ritual citadino, quizá una convención internalizada o la más sencilla costumbre imitativa, pero las luces en la oficina de El Fantasma permanecían largamente encendida por las noches, toda la semana.

Zapata había resuelto iniciar la vigilancia prontamente. Tomó diez días indagar los hábitos del personal del hospital, acercar el recorte de periódico a Fernández y agenciarse un automóvil no muy llamativo. Un Seat rojo, camufable entre otros miles de Seat rojos. Tras eso venía la acechanza. Debía buscar información situacional, conocer los movimientos e identificar sus objetivos para actuar luego.

Se estacionó a una cuadra del hospital bajo unos árboles viejos. De allí tenía vista directa al ala donde, supuso, estarían las oficinas. Tuvo suerte. La primera noche, mientras terminaba de apuntar los horarios de salida de los médicos, sus características físicas, automóviles y placas, alguien encendió una luz en la parte superior del ala oeste.

Un gran ventanal se iluminó en la esquina del edificio y al cabo de unos segundos asomó, marcial, la figura de un hombre. Se quedó allí contemplando la salida del personal —Zapata previó la idea del hormiguero de noctámbulos que en horas posteriores asumiría como definición de la ciudad— y siguió de pie una vez desalojado el sitio. Zapata supuso que controlaba la salida pero, cuando el hospital se vacío, adivinó que el hombre nada más estaba físicamente frente al ventanal. Sus pensamientos pendían en el vacío, en algún punto del cielo oscuro de Madrid.

Orso y Portigliatti eran buenos vigilantes. Habían seguido militares mientras investigaban delitos bajo las órdenes de Zapata en Buenos Aires. Tenían su técnica, copiada de las series de televisión y de las películas americanas. Se disfrazaban. Cambiaban autos con frecuencia. Todo lo demás lo tropicalizaban. Así, si bien llevaban café en un termo, las más de las veces lo reemplazaban por mate. Cambiaron las donas de New York y San Francisco por unas medialunas y cañoncitos de crema de una panadería de Flores. Eran decentes y baratos.

Para Zapata esa actividad era novedad pura, una especie de tarea literaria o televisiva impropia para un fiscal jefe. Cuando sus ayudantes le contaban de sus peripecias detectivescas, el asumía un aire de jefatura. Sonreía y creía así poner distancia y autoridad sobre sus subordinados. Mientras él creía ver en los demás a los subalternos de Baretta o Starsky & Hutch, los otros le reconocían el tipo y solían burlarse nada más verlo sonreír con una mueca.

Nada más la primera noche frente al hospital Zapata reconoció la importancia de realizar una pesquisa con propiedad y valoró las vigilias de sus compañeros. Apenas disponía para la tarea de unos binoculares que compró en las calles del Rastro, de apuro, urgido por la idea de que quizás debiera espiar a la distancia y sus ojos ya no eran juveniles. Ni se aprovisionó con comida o bebidas, y sufrió esa ausencia cuando el estómago le recordó horas de desatención.

Los binoculares cumplieron el propósito con corta dignidad. A la distancia, distinguió que el hombre en el ventanal del hospital tenía cierto parecido con aquel de la fotografía del periódico, la única que disponía. No era concluyente, pero la semejanza con El Fantasma le conformó. Algo barrigón, casi sin cabellos y una parada muy especial, sacando más estómago que pecho.

A la segunda, Zapata regresó más pertrechado. Debió gastar una fortuna en euros para adquirir una cámara Canon con un lente 80-300 pero el aparato pagó con creces la inversión desde un primer momento. El fiscal se atiborró de fotografías en un nítido primer plano de, confirmado, Esteban Sánchez Durand. Ahora no cabía dudas de que aquel era su objetivo, aquella la ventana de su oficina y la mujer madura, que pasó con él un par de noches, no podía ser otra que Rosario, la argentina.

De la tercera a quinta jornadas, Zapata llenó la memoria de su Canon —e incurrió en nuevos gastos: un cable para bajar las imágenes a su laptop y una tarjeta de memoria de 500 megas. Amplió también las vituallas: la segunda noche se repantigó en el asiento comiendo una bocata; a la tercera incorporó jamón serrano con pan negro y Estrella Damm; durante la cuarta dio cuenta de una abudante ración de tapas. Para la quinta la improvisada mesa del asiento del acompañante recibió tortilla, piquillos, anchoas y chorizo pan y una botella de un Rioja joven, que bebió completa en un vasito de plástico.

Debió recordarse las palabras de sus fiscales —disfrutar Madrid— cada vez que en El Corte Inglés se cuestionaba la posibilidad del gasto de esas vituallas. Podría haberse conformado con un pequeño supermercado, pero le costó dar con uno y tenía una tienda a pocos pasos de su casa. Así era que repitiéndose la orden —disfrutar Madrid, disfrutar Madrid— hasta la negación total finalmente se entregaba a esos pequeños placeres de sibarita.

Al final de cuentas, sería la única vez en mucho tiempo que podría visitar la ciudad. Incluso, si el tiempo y el dinero le alcanzasen, quizás hasta sería conveniente que tirase de oportunidad y viajase a Toledo y Segovia. O a Barcelona. O a Bilbao, para conocer el Guggenheim, sobre el que había leído algo una vez en La Revista de La Nación. Tenía confianza: si tras esas fotografías ya sabía que El Fantasma estaba a tiro, nada más necesitaba cercarlo, atemorizarlo con la proximidad de la justicia en su nuca, y ya. Sería cuestión de horas obtener un recurso para que jueces argentinos y españoles acordaran la extradición del criminal.

Entonces sí, el mérito legitimaría. ¿Quién le cuestionaría que se tomase unos días de paseo si su empeño había permitido cerrar una causa —otra más— del oscuro pasado argentino, aun abierto y purulento? Era un hombre serio que vivía con poco. Su frugalidad personal y profesional jamás habían deparado inconvenientes o malentendidos con jefes, medios y colegas. Un fiscal argentino, un sujeto gris, un tipo sin más esperanza que un trabajo mal pago y sin otra expectativa que una idea vaporosa de hacer justicia también merecía goces, qué tanto.

En aquellas tres noches, Zapata completó una lista corta de personajes. Reconoció a Fernández y coligió de inmediato que su relación con El Fantasma no era cordial. Las tomas de las dos ocasiones en que el joven pasó por el despacho revelaban escenas de discusión. Había una ofensa en el médico joven pues era él quien teatralizaba las quejas. El Fantasma se limitaba a apostillar, sentado en lo que podía ser un sofá, dado que sólo se veía su nuca asomada a un costado del ventanal.

Las noches más estrambóticas fueron la cuarta, quinta y sexta. De las tres participó una misma mujer, una jovencita de cabellos café y boca agresiva que vestía lo que parecía un típico uniforme de enfermera, aunque no llevaba sobre la cabeza la cofia de Florence Nightingale. En dos de ellas estuvo también la argentina, aunque El Fantasma la recibía siempre varias horas después de que la muchacha dejaba su oficina.

En un primer momento, Zapata sintió vergüenza y una activa aprensión moral que le apretó la boca del estómago. No obstante, se repitió que hacía aquello por el bien de la República Argentina, la salud democrática de la nación y para cumplir con la demanda silenciosa de justicia de las grandes mayorías populares, así que tragó salida y se borró esa idea de la mente.

Lo que afectaba al pundonor del fiscal al punto de llevarlo al resuello era la visión de los cuerpos desnudos de El Fantasma y la jovencita teniendo sexo con brutalidad de salvajes, con las luces encendidas y, para más, las ventanas abiertas. Al primer avistamiento, más afectado por la sorpresa que por el morbo, Zapata perdió los nervios y disparó una sucesión indeterminada de fotografías.

Debió dejar de mirar, bajar el vidrio del auto y respirar como tragando agua para recuperar la calma. Cuando regresó a ellos, ya resuelta la turbación de ánimo, la caravana de imágenes continuó pero ya con el corazón del fiscal acompasando el ritmo del pubis de El Fantasma y la muchacha. Recién se calmó a la hora, cuando debió dejar de disparar para vaciar la tarjeta de memoria, pero recuperó el rutuntún nada más poner el ojo tras el teleobjetivo.

Dos noches pasó Zapata así, conteniendo el aire, evitando la congoja ética y gatillando como turista japonés. A la tercera, sintiéndose casi integrado en los revolcones del médico —¿cómo podía tener tanta energía a esa edad y hacer durar tanto cada relación?—, dejó la cámara unos segundos y se decidió a ser atento consigo mismo. Como cuando siguió a la gatubélica Pfeiffer, se ahogó solo, en un espasmo seco, cubriéndose el final con un sweater que había comprado para Orso y que había llevado bajo la previsión de que refresque, confiado en que nada malo podría sucederle a la prenda.

Después se quedó con la frente apoyada sobre el volante, la mitad del tiempo esperando que la locomotora de sus venas se detuviera y la otra mitad atiborrado por una culpa amarga. Sentía una derrota personal, la humillante evidencia de que era un hombre solo, que su vida no era sino una persecución interminable de un espíritu, ruin y deshonrado por su propia mano. Todo en una ciudad viva en plena madrugada, una urbe que era como un cuerpo vibrante y joven, exaltada.

A la sexta noche, cuando El Fantasma se enredó con la mujer mayor, Zapata puso OFF en su Canon y evitó mirar cuanto ocurría sobre su cabeza. ¿Era, acaso, un advenedizo en un territorio donde el planeta entero parecía vivir en una orgía fantástica? La única oportunidad en que dirigió elevar la vista, ya transcurrida una larga hora, creyó ver a la argentina mirando hacia su auto. Luego llegó El Fantasma, que también pareció dirigir la vista hacia el Seat. El corazón se le aceleró. Instintivamente se miró hacia el bulto del pantalón, como si ambos, a varios metros en el cielo, pudieran notar su culpa erecta. Debía dormir un poco. Llevaba demasiado tiempo jugando a Sérpico.

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viernes, 28 de noviembre de 2008

La sumisión del amo

CAPITULO 19

La vida del fumador no es gratuita, dijo Casillas, como para concluir. Charo apenas si lo escuchó. La sometía la intriga. ¿Qué hacía ese auto allí fuera? ¿Qué hay de su ocupante? Nada de lo que ocurria dentro le importaba ya. Se había ido como lo hacía Casillas. Un atajo fuera del mundo. No le afectaba el humo rancio del cigarrillo pegado a la ropa y al pelo después de sudar los cuerpos. Había pasado del alcohol, el pasado y el presente y la desconfianza. Nada podía esperar de ese hombre desnudo en el sofá así que se dejó ir por la ventana, por aquel auto y el otro hombre.

Casillas recibió a la mujer al final de la tarde un par de horas con la frenética enfermera del pasillo. Tenía la esperanza de darse con Charo y no con La Loca Estela y le puso de buen humor que quien traspusiese la puerta fuera su ex mujer, algo sonriente, sin languidez alguna. También le gustó otra cosa, más personal: saberse aun con suficientes restos de la pastillita azul en el cuerpo. La enfermera le había succionado combustible pero tenía depósito aun. Lo sentía en los dedos, jugueteando con las manos en los bolsillos, y había resuelto que, visto el buen ánimo de su ex, agotaría toda existencia con Charo. Procuraría gastar esa energía en medio de la larga conversación que sobrevendría y que sería cortada por algunos silencios y muchos trastos rotos ya bien entrada la madrugada.

Bien pensado, el encuentro de Charo y el director del hospital comprendió tres extensos actos y dos intervalos. La conversación inicial fue anodina y predispuso a ambos a un intenso encuentro sexual. Charo quería contarle que se sentía bien sin tantos medicamentos y que por primera vez en mucho tiempo había pasado varios días sin el cerebro entumecido. Su charla carecía de otras razones. No había golpeado la puerta del despacho animada por la revancha o el odio. Quizás sí por el despecho de saber que Casillas pasaba ahora bastante más tiempo con la enfermera del pasillo que con ella. Pero no sabía eso cuando entró. En ese momento, sólo quería pasar un rato con alguien, conversar de nada. No podía hacerlo con Fernández y Casillas estaba en el hospital todavía después de la cena.

A Casillas la conversación le valía un bledo. Mientras su ex mujer hablaba de cangrejos inmortales y ángeles sexuados, le recorría el cuerpo con la mirada y conservaba las manos en los bolsillos franeleándose. Auxiliado por un torrente sanguíneo ferviente de sildenafil, no tardaría en excitarse y una vez puesto, se plantaría frente a Charo, que seguía hablando. Le tomaría un segundo bajarse los pantalones hasta los tobillos y otro llevarse la mano a la entrepierna para ofrecerla llena con sus partes privadísimas a la mujer. Era una grosería de camionero pero Charo no dijo nada: cerró el pico y lo miró a los ojos. Después clavó la vista otra vez en el pubis oreado del médico y movió la cabeza. El valor de la experiencia y el conocimiento mutuo: Casillas supo que debía dar un par de saltitos de conejo hacia ella.

El encuentro fue fructífero pero no evitó la confrontación posterior. Repentinamente asaltada por celos o estupidez o quizás contrariada por su cerebro, que no tenía los químicos adecuados para balancear sus reacciones, Charo tiró todo por la borda: quiso saber sobre Verónica, la enfermera. Casillas reaccionó agresivamente. No debía meterse en sus cosas como él evitaba participar de las suyas, dijo, pero el intento no anuló el interés de la mujer, que insistió. Una y otra vez ella iba por explicaciones, una y otra vez hallaba la negativa del director como única respuesta.

No te pido aclaraciones, no te pido que la dejes ver, no quiero saber si la amás o si es otra de tus aventuras —decía Charo—. Sólo quiero saber una cosa, Casillas, una sola: ¿qué hacés con ella?

En otras circunstancias, el médico hubiera detallado sus morbosos entretelones físicos con la torneada enfermera pero eso solía ser cuando reconocía a La Loca Estela y no a Charo frente a sí. No era eso ahora: Charo no había tomado la medicación del hospital en una semana y su cerebro estaba limpio de todo maltrato. Él, además, había atravesado varios días de profundo autoconocimiento —así lo llamaba— y no quería involucrarse en taras que revolvieran su paz interior.

Finalmente, las negativas sistemáticas de Casillas acabaron envalentonando a Charo, que se la tomó por el lado del desespero. Ahora fue ella quien acorraló físicamente al médico, empujándolo contra una pared del despacho, repitiendo incesamente, como un mantra, ahora vas a ver quién soy, vas a ver quién soy, vas a ver... Por las venas del médico aun corrían los últimos rastros químicos enervantes de la pildorita azul y Casillas no se amilanó: le costaba decir que no a las feromonas activas. En su plan por validarse, Charo se le ofreció plena y sin recato alguno lo convocó a hacer con ella cuanto quisiera. Casillas, por supuesto, lo hizo.

La mujer se supo siempre perdedora en la comparación de las carnes —la carne corrompida contra la carne joven— pero a lo largo de la cabalgata a la que se sometieron los dos cuerpos viejos también reconoció en el otro los guiños positivos. El deleite por el territorio conocido, por el entendimiento mutuo silencioso entre dos cuerpos. Allí ganó a Verónica toda una partida que ella jamás podría disputar, pero tampoco le sirvió de mucho. Con el último grito de placer agónico el llanto se desaforó de los ojos de Charo y la furia le cegó la razón. El rapto lunático hizo que la oficina del director terminase patas arria por enésima vez con los libros deshojados, el perchero partido al medio, el sofá con los intestinos fuera y las lámparas convertidas en metal retorcido.

Casillas dejó que la beligerancia de Charo se agotase por si sola, como se acaban las baterías de los juguetes. Cuando ello ocurrió, como en un pasado demasiado pretérito, como si no hubiera jamás existido distancia, engaño y desengaño entre el médico y la traductora, abrazó a la mujer como un hombre a su hija y se balanceó desnudo con ella, ambos acurrucados en el piso, dejando que el llanto de la hembra mude a hipo breve y concluya con una nariz expulsando mocos con sonoridad.

Entonces comenzó el tercer acto.


CASILLAS

CHARO

Creo que es mejor no vernos más.



Silencio. Se escuchan las agujas del reloj de pared, maltrecho en el piso, marcando el compás.

¿Me...

Te escuché. No hace falta repetirlo.


Charo responde malhumorada y se aleja del cuerpo de Casillas. Recoge su ropa repartida por toda la oficina y comienza a vestirse con movimientos toscos.

Lo digo de corazón, Charo.



Charo se planta frente a la ventana abotonándose la camisa.

De veras, yo...



Callate.

Casillas se sienta en el sofá. Una línea profunda le recorre la frente. Está desnudo y el sexo todavía erecto sobresale entre sus piernas.


Tendrías que irte de este hospital porque no estás...



Callate, Casillas.

...no estás enferma. No sé qué haces...



Hijo de remil puta: callate.

Casillas esta vez obedece. Mete la cabeza entre los hombros. Respira. Busca una idea: una que convenza a Charo de que le habla honestamente, de que desea verla bien. Por un instante, siente que debe abandonar su poltrona del todopoderoso. Entregar el cetro, bajar al llano. Encarnar la sumisión del amo: perpetuar el dominio convenciendo al otro de que es libre.



Charo ha acabado de vestirse. Mira por la ventana otra vez. Le llama la atención algo: un auto con alguien dentro. Es el mismo que vio estacionado en su rutinario paseo por los pasillos del hospital. Y anteayer. Y toda la semana. Es un Seat rojo. Siempre con el conductor en su lugar. Está a punto de decirle algo a Casillas pero lo ve demasiado concentrado en nada.

Casillas mira a Charo perdida en la lontananza, fugándose del cuarto por la ventana y se dice que quizás sea el momento de reparar las cosas con ella, de portarse mejor, de pedir disculpas. Enciende otro cigarrillo, uno más. Está a punto de decirle algo pero la ve demasiado concentrada en nada.


Finalmente, ambos hablan al mismo tiempo.

¿Sabías...?

¿Por qué no...?

Tú primero...

Vos, dale...

No, mejor...

Insisto, por favor.

¿Sabías...?

¿Por qué no...?

Finalmente, Casillas levanta la mano para detener la conversación. Se apoya el dedo en el labio. Charo entiende: es mejor callarse ambos. Entonces él le cede la palabra con un ademán, fingiendo ser un caballero que da el paso a una dama después de posar su capa en el charco de la esquina.


¿Por qué no dejás el cigarrillo, Casillas?Tenés que dejar el cigarrillo. Hace mal el cigarrilo

Casillas ahora se cuestiona si debió ceder el orden sólo para escuchar tan insoportable perorata liviana. Mujeres.

Charo lo mira expectante.

No molestes.


Dice él, afectado.

Ella da media vuelta y vuelve al exterior. El auto sigue allí. ¿Qué hace? ¿Quién es? Día y noche. Y ya es bien entrada la madrugada. ¿Será un familiar? ¿Otro loco que no se anima a entrar? ¿Otro como ella que, sin participar del desquicio, lo medita? ¿Será conveniente llamar a la policía?


Hacé lo que quieras.

Casillas toma una larga bocanada y lanza cinco o seis aros de humo. La luz se inunda de volutas.


¿Sabes? Hace unos días, pensando un poco, descubrí que estoy solo.



Charo, en la ventana, con los brazos cruzados:


Todos lo estamos.

Casillas manotea el calzoncillo; su pene ya está flácido. Se viste despacio, masticando palabras mientras se calza los interiores y los calcetines.

Vagabundas, querés decir, interrumpe ella.

Sí, pero yo no lo tenía muy claro. ¿Sabías que soy un solipsista?



Charo ni responde.

Pues soy un solipsista. Y he hallado, en esa soledad del yo mismo, que también soy...


Extrema la pausa, suspendiendo en el aire el sentido.


...magnánimo.

Charo ahora mira a su ex pareja. Tiene los pelos revueltos y apenas ha terminado de subirse el calzoncillo a la mitad de los pies pero tiene las medias puestas. Todo el volumen del estómago le cae cubriéndole el pubis. Su pene se ha extraviado. Casillas no parece notar que lo observa con tanta detención; está absorto en sus ideas. Charo sabe que ahora vendrá una estupidez. Apuesta. Acierta: viene.

Y en ese estado superior del alma, digamos, también comprendí, profundamente, qué es la compasión.



El auto sigue allí. Pero, entonces, ¿qué...? Y Casillas, sigue aquí. Con otra nueva tontería. El auto y casillas; todo junto.


(El tiempo y la realidad son invariables, Rosario, se dice. Convencete, mi querida, perdiste tu vida. Se te escurrió por los dedos. Como arena, como el color de tu casa de Baires. Como los recuerdos de Casillas. Arena: el polvo más invariable, hacia donde va toda tierra fértil. Un desierto del alma, así estás Rosarito, termina.)

Casillas ha seguido monologando.


...y por compasión, que no por otra cosa, o sí, pero ¿acaso importa?, por compasión, digo, he resuelto liberar alguna gente. Quiero decir: dejarlos ir, que abandonen el hospital. Expediente limpio: están curados. Firmado: yo. Pues bien, entre ellos, entre esas personas que por compasión dejaré ir por la vida, estás tú, mi querida Charo. ¿Qué piensas?

Charo se vuelve un instante. Pescó las palabras de Casillas con el lóbulo de la oreja y tardó un instante en procesarlas. ¿Liberar gente? ¿Qué pensaba? No pensaba nada. No se iría de allí. Aun tenía por hacer. Casillas no se libraría de ella. No por compasión, por supuesto. O por lo que suponía lo que era ese sentimiento.


¿Has mirado fuera en estos días?

Casillas no sabe de qué le habla.


¿Acaso no me escuchaste?

Charo responde cortante; está urgida por otro tema no por la supuesta magnanimidad de Casillas.


Sí. No pienso nada de nada. Hacé lo que quieras con ellos, pero yo no me voy. De nuevo: ¿viste afuera?

Casillas quiere enfadarse. ¿Por qué no le presta atención cuando todo cuanto desea es hacer el bien? Ok, le responderá, pero luego le demandará que le escuche. Empezando por hacerle saber su molestia con tanta insistencia por el cigarro, joder.


¿Qué hay afuera?, dice, y cada palabra transporta agobio.

Un auto. Y un tipo. Han estado ahí toda la semana.

Casillas se intriga. No lo vio, pero tampoco debiera haber un auto allí. El guardia tendría que haberlo hecho circular de inmediato. Va hasta la ventana.


Es un auto. No importa. Ahora déjame decirte algo: quiero hacer cosas importantes. Cambiar alguna vida. No sé cómo. Quisiera empezar por la tuya. ¿Lo aceptas? Quiero dejar algo, un legado. Me moriré pronto, Charo. La vida del fumador no es gratuita.



Charo lo mira sin verlo. ¿Qué hace aquel auto allí?


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