viernes, 28 de noviembre de 2008

La sumisión del amo

CAPITULO 19

La vida del fumador no es gratuita, dijo Casillas, como para concluir. Charo apenas si lo escuchó. La sometía la intriga. ¿Qué hacía ese auto allí fuera? ¿Qué hay de su ocupante? Nada de lo que ocurria dentro le importaba ya. Se había ido como lo hacía Casillas. Un atajo fuera del mundo. No le afectaba el humo rancio del cigarrillo pegado a la ropa y al pelo después de sudar los cuerpos. Había pasado del alcohol, el pasado y el presente y la desconfianza. Nada podía esperar de ese hombre desnudo en el sofá así que se dejó ir por la ventana, por aquel auto y el otro hombre.

Casillas recibió a la mujer al final de la tarde un par de horas con la frenética enfermera del pasillo. Tenía la esperanza de darse con Charo y no con La Loca Estela y le puso de buen humor que quien traspusiese la puerta fuera su ex mujer, algo sonriente, sin languidez alguna. También le gustó otra cosa, más personal: saberse aun con suficientes restos de la pastillita azul en el cuerpo. La enfermera le había succionado combustible pero tenía depósito aun. Lo sentía en los dedos, jugueteando con las manos en los bolsillos, y había resuelto que, visto el buen ánimo de su ex, agotaría toda existencia con Charo. Procuraría gastar esa energía en medio de la larga conversación que sobrevendría y que sería cortada por algunos silencios y muchos trastos rotos ya bien entrada la madrugada.

Bien pensado, el encuentro de Charo y el director del hospital comprendió tres extensos actos y dos intervalos. La conversación inicial fue anodina y predispuso a ambos a un intenso encuentro sexual. Charo quería contarle que se sentía bien sin tantos medicamentos y que por primera vez en mucho tiempo había pasado varios días sin el cerebro entumecido. Su charla carecía de otras razones. No había golpeado la puerta del despacho animada por la revancha o el odio. Quizás sí por el despecho de saber que Casillas pasaba ahora bastante más tiempo con la enfermera del pasillo que con ella. Pero no sabía eso cuando entró. En ese momento, sólo quería pasar un rato con alguien, conversar de nada. No podía hacerlo con Fernández y Casillas estaba en el hospital todavía después de la cena.

A Casillas la conversación le valía un bledo. Mientras su ex mujer hablaba de cangrejos inmortales y ángeles sexuados, le recorría el cuerpo con la mirada y conservaba las manos en los bolsillos franeleándose. Auxiliado por un torrente sanguíneo ferviente de sildenafil, no tardaría en excitarse y una vez puesto, se plantaría frente a Charo, que seguía hablando. Le tomaría un segundo bajarse los pantalones hasta los tobillos y otro llevarse la mano a la entrepierna para ofrecerla llena con sus partes privadísimas a la mujer. Era una grosería de camionero pero Charo no dijo nada: cerró el pico y lo miró a los ojos. Después clavó la vista otra vez en el pubis oreado del médico y movió la cabeza. El valor de la experiencia y el conocimiento mutuo: Casillas supo que debía dar un par de saltitos de conejo hacia ella.

El encuentro fue fructífero pero no evitó la confrontación posterior. Repentinamente asaltada por celos o estupidez o quizás contrariada por su cerebro, que no tenía los químicos adecuados para balancear sus reacciones, Charo tiró todo por la borda: quiso saber sobre Verónica, la enfermera. Casillas reaccionó agresivamente. No debía meterse en sus cosas como él evitaba participar de las suyas, dijo, pero el intento no anuló el interés de la mujer, que insistió. Una y otra vez ella iba por explicaciones, una y otra vez hallaba la negativa del director como única respuesta.

No te pido aclaraciones, no te pido que la dejes ver, no quiero saber si la amás o si es otra de tus aventuras —decía Charo—. Sólo quiero saber una cosa, Casillas, una sola: ¿qué hacés con ella?

En otras circunstancias, el médico hubiera detallado sus morbosos entretelones físicos con la torneada enfermera pero eso solía ser cuando reconocía a La Loca Estela y no a Charo frente a sí. No era eso ahora: Charo no había tomado la medicación del hospital en una semana y su cerebro estaba limpio de todo maltrato. Él, además, había atravesado varios días de profundo autoconocimiento —así lo llamaba— y no quería involucrarse en taras que revolvieran su paz interior.

Finalmente, las negativas sistemáticas de Casillas acabaron envalentonando a Charo, que se la tomó por el lado del desespero. Ahora fue ella quien acorraló físicamente al médico, empujándolo contra una pared del despacho, repitiendo incesamente, como un mantra, ahora vas a ver quién soy, vas a ver quién soy, vas a ver... Por las venas del médico aun corrían los últimos rastros químicos enervantes de la pildorita azul y Casillas no se amilanó: le costaba decir que no a las feromonas activas. En su plan por validarse, Charo se le ofreció plena y sin recato alguno lo convocó a hacer con ella cuanto quisiera. Casillas, por supuesto, lo hizo.

La mujer se supo siempre perdedora en la comparación de las carnes —la carne corrompida contra la carne joven— pero a lo largo de la cabalgata a la que se sometieron los dos cuerpos viejos también reconoció en el otro los guiños positivos. El deleite por el territorio conocido, por el entendimiento mutuo silencioso entre dos cuerpos. Allí ganó a Verónica toda una partida que ella jamás podría disputar, pero tampoco le sirvió de mucho. Con el último grito de placer agónico el llanto se desaforó de los ojos de Charo y la furia le cegó la razón. El rapto lunático hizo que la oficina del director terminase patas arria por enésima vez con los libros deshojados, el perchero partido al medio, el sofá con los intestinos fuera y las lámparas convertidas en metal retorcido.

Casillas dejó que la beligerancia de Charo se agotase por si sola, como se acaban las baterías de los juguetes. Cuando ello ocurrió, como en un pasado demasiado pretérito, como si no hubiera jamás existido distancia, engaño y desengaño entre el médico y la traductora, abrazó a la mujer como un hombre a su hija y se balanceó desnudo con ella, ambos acurrucados en el piso, dejando que el llanto de la hembra mude a hipo breve y concluya con una nariz expulsando mocos con sonoridad.

Entonces comenzó el tercer acto.


CASILLAS

CHARO

Creo que es mejor no vernos más.



Silencio. Se escuchan las agujas del reloj de pared, maltrecho en el piso, marcando el compás.

¿Me...

Te escuché. No hace falta repetirlo.


Charo responde malhumorada y se aleja del cuerpo de Casillas. Recoge su ropa repartida por toda la oficina y comienza a vestirse con movimientos toscos.

Lo digo de corazón, Charo.



Charo se planta frente a la ventana abotonándose la camisa.

De veras, yo...



Callate.

Casillas se sienta en el sofá. Una línea profunda le recorre la frente. Está desnudo y el sexo todavía erecto sobresale entre sus piernas.


Tendrías que irte de este hospital porque no estás...



Callate, Casillas.

...no estás enferma. No sé qué haces...



Hijo de remil puta: callate.

Casillas esta vez obedece. Mete la cabeza entre los hombros. Respira. Busca una idea: una que convenza a Charo de que le habla honestamente, de que desea verla bien. Por un instante, siente que debe abandonar su poltrona del todopoderoso. Entregar el cetro, bajar al llano. Encarnar la sumisión del amo: perpetuar el dominio convenciendo al otro de que es libre.



Charo ha acabado de vestirse. Mira por la ventana otra vez. Le llama la atención algo: un auto con alguien dentro. Es el mismo que vio estacionado en su rutinario paseo por los pasillos del hospital. Y anteayer. Y toda la semana. Es un Seat rojo. Siempre con el conductor en su lugar. Está a punto de decirle algo a Casillas pero lo ve demasiado concentrado en nada.

Casillas mira a Charo perdida en la lontananza, fugándose del cuarto por la ventana y se dice que quizás sea el momento de reparar las cosas con ella, de portarse mejor, de pedir disculpas. Enciende otro cigarrillo, uno más. Está a punto de decirle algo pero la ve demasiado concentrada en nada.


Finalmente, ambos hablan al mismo tiempo.

¿Sabías...?

¿Por qué no...?

Tú primero...

Vos, dale...

No, mejor...

Insisto, por favor.

¿Sabías...?

¿Por qué no...?

Finalmente, Casillas levanta la mano para detener la conversación. Se apoya el dedo en el labio. Charo entiende: es mejor callarse ambos. Entonces él le cede la palabra con un ademán, fingiendo ser un caballero que da el paso a una dama después de posar su capa en el charco de la esquina.


¿Por qué no dejás el cigarrillo, Casillas?Tenés que dejar el cigarrillo. Hace mal el cigarrilo

Casillas ahora se cuestiona si debió ceder el orden sólo para escuchar tan insoportable perorata liviana. Mujeres.

Charo lo mira expectante.

No molestes.


Dice él, afectado.

Ella da media vuelta y vuelve al exterior. El auto sigue allí. ¿Qué hace? ¿Quién es? Día y noche. Y ya es bien entrada la madrugada. ¿Será un familiar? ¿Otro loco que no se anima a entrar? ¿Otro como ella que, sin participar del desquicio, lo medita? ¿Será conveniente llamar a la policía?


Hacé lo que quieras.

Casillas toma una larga bocanada y lanza cinco o seis aros de humo. La luz se inunda de volutas.


¿Sabes? Hace unos días, pensando un poco, descubrí que estoy solo.



Charo, en la ventana, con los brazos cruzados:


Todos lo estamos.

Casillas manotea el calzoncillo; su pene ya está flácido. Se viste despacio, masticando palabras mientras se calza los interiores y los calcetines.

Vagabundas, querés decir, interrumpe ella.

Sí, pero yo no lo tenía muy claro. ¿Sabías que soy un solipsista?



Charo ni responde.

Pues soy un solipsista. Y he hallado, en esa soledad del yo mismo, que también soy...


Extrema la pausa, suspendiendo en el aire el sentido.


...magnánimo.

Charo ahora mira a su ex pareja. Tiene los pelos revueltos y apenas ha terminado de subirse el calzoncillo a la mitad de los pies pero tiene las medias puestas. Todo el volumen del estómago le cae cubriéndole el pubis. Su pene se ha extraviado. Casillas no parece notar que lo observa con tanta detención; está absorto en sus ideas. Charo sabe que ahora vendrá una estupidez. Apuesta. Acierta: viene.

Y en ese estado superior del alma, digamos, también comprendí, profundamente, qué es la compasión.



El auto sigue allí. Pero, entonces, ¿qué...? Y Casillas, sigue aquí. Con otra nueva tontería. El auto y casillas; todo junto.


(El tiempo y la realidad son invariables, Rosario, se dice. Convencete, mi querida, perdiste tu vida. Se te escurrió por los dedos. Como arena, como el color de tu casa de Baires. Como los recuerdos de Casillas. Arena: el polvo más invariable, hacia donde va toda tierra fértil. Un desierto del alma, así estás Rosarito, termina.)

Casillas ha seguido monologando.


...y por compasión, que no por otra cosa, o sí, pero ¿acaso importa?, por compasión, digo, he resuelto liberar alguna gente. Quiero decir: dejarlos ir, que abandonen el hospital. Expediente limpio: están curados. Firmado: yo. Pues bien, entre ellos, entre esas personas que por compasión dejaré ir por la vida, estás tú, mi querida Charo. ¿Qué piensas?

Charo se vuelve un instante. Pescó las palabras de Casillas con el lóbulo de la oreja y tardó un instante en procesarlas. ¿Liberar gente? ¿Qué pensaba? No pensaba nada. No se iría de allí. Aun tenía por hacer. Casillas no se libraría de ella. No por compasión, por supuesto. O por lo que suponía lo que era ese sentimiento.


¿Has mirado fuera en estos días?

Casillas no sabe de qué le habla.


¿Acaso no me escuchaste?

Charo responde cortante; está urgida por otro tema no por la supuesta magnanimidad de Casillas.


Sí. No pienso nada de nada. Hacé lo que quieras con ellos, pero yo no me voy. De nuevo: ¿viste afuera?

Casillas quiere enfadarse. ¿Por qué no le presta atención cuando todo cuanto desea es hacer el bien? Ok, le responderá, pero luego le demandará que le escuche. Empezando por hacerle saber su molestia con tanta insistencia por el cigarro, joder.


¿Qué hay afuera?, dice, y cada palabra transporta agobio.

Un auto. Y un tipo. Han estado ahí toda la semana.

Casillas se intriga. No lo vio, pero tampoco debiera haber un auto allí. El guardia tendría que haberlo hecho circular de inmediato. Va hasta la ventana.


Es un auto. No importa. Ahora déjame decirte algo: quiero hacer cosas importantes. Cambiar alguna vida. No sé cómo. Quisiera empezar por la tuya. ¿Lo aceptas? Quiero dejar algo, un legado. Me moriré pronto, Charo. La vida del fumador no es gratuita.



Charo lo mira sin verlo. ¿Qué hace aquel auto allí?


PROXIMO › MADRID, 4.00 AM

 
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