jueves, 13 de noviembre de 2008

Yo y el Cuarto de los Trastos

CAPITULO 18

“Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.”

Herman Melville, “Bartleby, el escribiente”

El castigo, para ser, precisa de la culpa del castigado. Si yo no internalizo la culpa no siento el castigo como tal. Será como si, por hablar de mí, enviasen a un hombre realizado al rincón de la clase de cinco años. Una burla burlable. Sí-sí, ya la cumplo, señorita. Y hasta luego.

Pero hay algo peor para el castigo, y es que yo niegue que alguien pueda, alguna vez, castigarme. Porque para que exista esa posibilidad primero debe existir alguien. Alguien más que aquel que alguna vez fue llamado Casillas. Puesto de otro modo, desde hace tiempo yo creo que nada más yo existo.

Como el par castigo/culpa, ser solipsista exige la disciplina que yo aprecio. Conocerse a sí mismo, bien sabido es, puede tomar toda una vida. Podemos irnos de ella debiendo materias. No sostendré la vacuidad de que llegaré al final de mi vida, que será en breve, conociéndome a plenitud. Es muy probable que sólo sepa quién no soy pero esa leve enciclopedia de mí ya será algo.

Soy radical. Soy difícil —saben lo que dice la gente de los ánimos bravos. Soy muy inteligente. Soy empático, simpático y apático. He inventado mi yo a medida y un personaje que me suceda. Me divierte más insinuar que revelar. Me gustan las corbatas y los autos caros. Someto a las mujeres, a los locos, a mis subordinados y a todo quien se deje someter.

No tengo que decirlo: no tengo culpas. Sé que pienso y existo. Pero, ¿existe alguien más? ¿Hay algo más? Cuanto veo es una representación. No sé de mesas sino de un objeto que dicen que es una mesa. Los perros no ladran: lo hace mi idea del ladrido de ese ¿animal? ¿Qué es un animal? ¿Qué dicen las palabras de qué?

He descubierto en estos días que todo cuanto he perdido no es tal. No hay nada. No he hecho nada. Lo único que tengo son memorias olvidadas. Enlaces químicos sin funcionamiento correcto. Pero hace una semana di con una mezcla de medicamentos que, por un lapso de tiempo impreciso, me abrieron la puerta a ese cuarto oscuro donde apilo el pasado. Allí estaba yo y me saludé a mi mismo. Conversamos muy amablemente. Yo tomé nota de lo que me decía y yo me respondí a mí todo cuanto quise saber sobre yo y sobre mí.

Cuando el efecto de esa poción mágica acabó retorné a la normalidad en el mejor de los ánimos. Sin resaca fisiológica ni moral. Esto es lo mejor de todo: no hubo culpa por saber lo que sabía otra vez. Y no hay culpa porque no hay quien me castigue si sólo yo existo. Y desde que no tengo moral, pues...

He tomado algunas decisiones desde entonces. Reduciré los estados mentales del yo que son los demás a unas pocas ideas de personas. Me quedaré con Fernández, Charo o Estela, la enfermera, un par de médicos y enfermeros y algunos chiflados. Al personal de esa ¿construcción que se llama edificio y denominamos hospital? los despediré. A las representaciones que —para hacer manejable su denominación— llamamos pacientes las liberaré de buena fe.

La idea de Fernández me ha dicho (he pensado) que vienen a vernos una idea de auditores de la idea del Ministerio de Salud para monitorear los progresos de mis investigaciones sobre locura y autorepresión. Pues que vengan: los resultados que mostraré a esas ideas de auditores revelarán que he hecho progresos incuestionables para devolver a esas ideas de personas a la idea de sociedad. Si no les place, qué lástima. Los borraré de mi memoria y dejarán de existir.

¿Acaso me creo dios? Sabía que me lo preguntaría. Cuando hablé en el cuarto de los trastos —así llamaré a ese pequeño espacio de mí donde estoy yo: El Cuarto de los Trastos— conmigo mismo fui elocuente y sabio: yo soy dios, me dije y yo lo acepté. Creo la realidad que existe. Por ende, esa realidad —ese invento, esa idea— es nada más comprensible a través de mi yo. Sólo Casillas es tangible; lo demás, aire. No hay otra verdad que la realidad —¿adónde escuché eso?— y no hay más realidad objetiva que mi propia subjetividad.

Llamen a Descartes, díganle que está despedido.

***

Una de las cosas que descubrí hablando conmigo mismo me la reveló yo: el por qué de mi colección de corbatas. Ese es mi Recuerdo Número 9 del Cuarto de los Trastos: por qué tengo una colección de corbatas Hermés, Charvet y Marinella y una —nada más una— de Turnbull & Assser.

No hay explicación especial para eso: las compro porque me gusta vestir bien. Me agrada plancharlas sobre mi vientre y sentir la suavidad de las telas. Es como acariciar cierto tipo de gusano o una alfombra. Me gustan sus colores: soy muy pálido y me avivan la expresión. (En esto coinciden Charo, mis ex amantes hombres, mujeres y menores de edad y la bestia sexual de la enfermera del pasillo... ¿Verónica-sin-cara-de-Verónica?)

Uno tiende a creer que las ideas que pierde guardan alguna connotación especial. En el caso de mi colección de corbatas es la vanidad. En 28 Place Vendome se respira la historia de Charvet, se huelen las quejas de Napoleón a su sastre, las de los Windsor a los pajes. Hermés soy yo: previsibilidad. El mismo ancho de por vida, los mismos cuatro cinco colores, las mismas anclas y cadenas.

Sí, podría haber elegido a Brioni pero no se pertenece al club naval y al aeronáutico. Se deben elegir corbatas como se eligen bandos y veredas. Y una vez en Hermés no podía volverme italiano o colgarme a Richel del cuello. Apenas me ha quedado espacio para decidir cuáles de las 3.500 telas de Eugenio Marinella saldrá de la Piazza Vittoria, recorrerá la Riviera di Chaia y llegará a Salamanca —¿Salamanca?— a cubrir mis botones.

Así ha sido siempre, desde que mi padre me regaló mi primera Charvet. Pero entonces Charo. Su último regalo, el último día juntos, antes de nuestra separación, antes de su regreso intempestivo convertida en esa idea de mujer sin desquicio potable de La Loca Estela. Charo es Turnbull & Asser.

***

Ser silopsista es admitirse silogista. Disfruto enredar a mi idea de los otros en discusiones interminables, esgrimas verbales de Moebïus. Al final, uno mismo se vuelve indemostrable e irrebatible. No ya sus palabras, su propio diálogo personal. Uno es un medium. El puente platónico del mundo sensible al mundo ideal. Ser, con o sin pensar/se.

Cuanto pienso de mi mismo, digo hoy, cuando hago de mí, cuanto soy, va en autopista al Cuarto de los Trastos. Que le llame cuarto adonde duerme mi yo no es casual; es alegóricamente cavernario.

Podemos engañarnos todo el tiempo. Podemos hacernos prisioneros a voluntad. (Puedo hacerme prisionero a voluntad y lo he hecho, relegando mi yo al Cuarto de los Trastos.) Mis hilos no son sino cadenas inmovilizantes al pasado, a lo que no veo. A las representaciones de mí y los demás, del mundo sensible. Tiro de esos hilos como Platón tiraba sombras al fuego para que se reflejen al fondo de la cueva recorriendo, quizás, el pasillo más lúgrube de la historia humana. El pasillo que define lo real y lo supuesto, el puente sensible/ideal.

Yo, Segismundo posible en un mundo que es una gran pregunta. Yo, genio maligno, final de toda duda metódica. Yo, hijo de un dios tan humano, mi yo del Cuarto de los Trastos, que me confunde y engaña. Monarcha Solipsorum. Yo, que miro y no creo. ¿Es posible encontrar algo verdadero? ¿Es uno igual a uno y cinco la suma de dos y tres? La vida, sí y siempre sí, es sueño.

***

71 Jermyn Street. Charo entró allí sin saber y salió convertida, explicó, en experta en corbatas. Las personas pueden creer cualquier cosa si se convencen lo suficiente. Y ella también creyó que tres trozos de seda cosidos a mano me harían Churchill, Charles y Bond.

Tuvo su costado bueno: en los días anteriores a su viaje me desnudaba sistemáticamente jugando con las manos, como marcando cuartas con los dedos desde el cuello a la curva final de la barriga. Eso me excitaba y así nos conejéabamos seguido. Lo que hacía, en verdad, era tomarme medidas para pedir una corbata taylor made en Turnbull & Asser.

El regalo no estuvo mal. Fondo rojo, pintas redondas negras. La ocasión, sí. La corbata vino empaquetada en papel oro con una nota. “No me busques”, decía, y me hizo recordar a todas las mujeres del cine —las mujeres austerianas— perdidas de propia mano. Creí que era un juego más, otra de sus fugas estúpidas que siempre acababan en el regreso a casa por culpa o por mi convencimiento.

Pero esta vez fue la última. Esta vez fue abrir la caja, tomando una copa en las terrazas de Alcalá, apagando el calor de junio y entreteniendo al monstruo con un bocata, y la puta sorpresa de ver pasar a una mujer idéntica a Charo dándome la espalda, con los ojos fijos al frente, eligiendo hipotéticamente por A o por B, donde A es el paseo del Salón del Estanque y B es el distante Duque Fernán Núñez. Y luego verla girar, unos metros más adelante, y llamar al pequeño que se le demoraba, que si seguía con sus berrinches no le traería más al Retiro.

Y entonces los hilos: Retiro → Buenos Aires. Retiro ↔ abandono. Retiro → mujer ↔ fuga → Charo ↔ no es Charo ↔ la idea de Charo. Retiro ↔ Madrid → Charo → Turbull & Asser → manos en cuartas, regalo, desaparición.

Y cortas el hilo. Cierras la puerta del Cuarto de los Trastos y le gritas por la mirilla a yo que no se burle así de mí.

Si mi colección de corbatas es Recuerdo Número 9 del Cuarto de los Trastos, Turbull & Asser lleva al Recuerdo Número 8, a aquel Madrid, ese verano soleado, a mitad de año. A la Charo que no fue.

***

La idea es el control. Entre yo y el mundo hay una arbitrariedad: el lenguaje. No puedo más que designar cuanto se presenta con una panoplia de palabras. Un diccionario de significados, un límite. Y mi yo es ilimitado, como dios.

Sueño de Brahma, hijo de un dios dormido que abrirá los ojos y vaciará el mundo, hice siempre cuanto quise por un mundo que construí con mi yo del Cuarto de los Trastos. Un Horton en un Seuss a la espera de su muerte.

Me lo he preguntado incesantemente: a los 63 años, cuando finalmente decida morir, ¿se acabará todo? ¿Desaparecerá el mundo tras mi yo y mi mí? Siendo que no he fallecido no podría refutar la idea pero tampoco podría hacerlo al momento de la terminación. ¿Cómo atestiguarlo sin el único testigo posible? La muerte no existe, sino que es otra idea. Los crímenes son producto de la imaginación.

Eso pienso, creo e hice cuando joven y cuando viejo. Sin moral ni dolor, así sienta algo físico que llamaría la idea del dolor, una definición de cierta afectación que en apariencia es molesta pero podría no serlo. (El dolor es una definición condicionada, otro límite.) Mi ley karmática es evitar esas fronteras pues, curiosamente, no deseo aburrirme. Un solipsista puede negar todo por el sencillo hecho de que se le da la real gana.

Si hablo, si pienso, si hago, si hablo con mis ideas de Fernández, Charo, la enfermera Verónica es por mi propio desencuentro íntimo. Por haberle echado cerrojo a mi yo del Cuarto de los Trastes. Mi mente inconsciente elige crear su realismo de subterfugios. Me lo repetiré: una vez saldados mis 10 Recuerdos 10, moriré. Dejaré de pensar. Porque ya no necesito hablar con nadie más. Habré hallado todas mis respuestas. La historia de la humanidad se reduce a mi persona. ¿Para qué postergar su fin cuando ya sabré quién soy u qué hago? ¿Qué más queda por hacer después del absoluto? ¿El libre albedrío de nada?

La vigilia (no) es un sueño eterno.

PROXIMO › LA SUMISION DEL AMO

Agradecimientos › Soboro/Parsimonia (ESP), Ana Lía Weiller (ARG), Machuca La Ruca (MEX) y Marion Getz (USA).

 
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