Melocotón de primavera
CAPITULO 13
A los pocos minutos de salir Fernández de su oficina, Casillas ratificó que las personas resueltas son necesarias y provocan alegrías inesperadas. Al menos ese día, además, se recordaría más de una vez que las palabras y las pausas contemplativas, así como las preguntas largamente caviladas, pierden vitalidad cuando esos seres toman las riendas. Uno se deja ir detrás de la acción y la acción decide por nosotros. Casillas descubrió todo eso viendo el envasado, magnífico y maleable cuerpo de la enfermera del pasillo. Cero filosofía.
Sucede que Fernández obedeció sin demoras la orden del director de enviarle a la jovencita y a los pocos minutos que el médico hubo abandonado la oficina del jefe del psiquiátrico, ella entró con el paso de concreto de Naomi Campbell. Casillas la esperaba sentado en su sofá, fumando y con un vaso de whisky. Apenas traspuso el dintel, le indicó que se siente frente a él, pero la chica cerró la puerta tras de sí, le metió cerrojo y lo encaró directamente.
Le tomó nada desnudarse y menos subirse a sus piernas y destriparlo. Casillas se tragó las preguntas:
¿Cuándo había comenzado a trabajar allí?
¿Me recuerdas otra vez tu nombre, preciosa?
¿Tenían algo o era su idea?
¿Quería tener algo o era su idea?
¿Por qué “Timbuktú”?
¿Qué...?
Puestos, la chica sabía del asunto y Casillas validó su fama. A puro arrebato, toréandose los pubis, se acaloraron largo y se fueron corriendo seguido. Ya bañados por el sudor, con el humo del cigarro por perfume, él la tomó a los manotazos y le tapó los gritos perros y ella le correspondió hundiéndole las uñas en la espalda y arrancándole la camisa. Sentada en la grupa, lo cabalgó duro buscando un despeje largo. La enfermera pidió respuesta física calzándole la cadera y Casillas engordó de vaina y arremetió. Los dos se fueron a pura guarrada; cacheteando la pared la una, pataleando en el escritorio el otro.
***
Dijo llamarse Verónica pero su entrenada inteligencia epidérmica alertó a Casillas la falacia: no tenía cara de Verónica. Por las firmezas le calculó menos de treinta y por el perfume químico del pelo la supo rubia ceniza convertida al castaño. Había comenzado a trabajar allí hacía un año y era enfermera licenciada. Nacida madrileña, venía de Oviedo, donde eligió alejarse por varios años de algunos problemas familiares que, afirmó, eran imposibles de saldar.
—“Timbuktú” fue por tu pasión por Auster, pero no te lo regalé por ninguna razón personal, si tanto quieres saberlo. Y en cuanto a si deseaba tener algo contigo, eso ya es evidente —respondió subiéndose la tanga y una falda mínima.
Casillas la contempló echado en el sillón con el pantalón aun abierto. Bebió whisky directamente de la botella que hacía pendular en el aire tomándola del cuello.
—Todavía queda una pregunta. O varias —dijo finalmente.
—¿Sobre mí? ¿O sobre lo que usted mismo quiere confirmar de mí? —ironizó ella.
—Puedes tratarme de tú a tú, ¿vale?
—Da igual. Mañana no recordarás nada.
Casillas se intrigó. ¿Sabía de su situación? ¿Acaso no había nadie en el hospital que no estuviera al tanto de sus vacíos de memoria?
—Pues si haces escándalo cada vez que te pasas... —respondió Verónica señalando los frascos de píldoras antes de menoscabar completamente su interés:— Despreocúpate, tu estado no importa demasiado aquí.
Casillas refunfuñó. “Tu estado no importa demasiado aquí”. ¿Quién coño era ella para determinar eso? Frunció el ceño mientras la chica terminaba de vestirse. Cuando se agachó a tomar la blusa, que había arrojado del otro lado del escritorio, la falda le dibujó el contorno del culo, ese doblemente redondeado y terso melocotón de primavera. Punto uno: se puso lascivo. Punto dos: olvidó de qué lo preocupaba un segundo antes. Punto tres: al final de cuentas, ¿no era acaso un viejo afortunado?
De espaldas, la enfermera soltó una carcajada desprejuiciada —misteriosa habilidad femenina que permite reconocer a los espías bisoños. Se incorporó y giró con los pechos al aire, sonriéndole como a un niño que necesita regaño. Casillas le devolvió la sonrisa, pidiéndolo.
La chica caminó hasta él nuevamente, cortando con el cuerpo el rayo de sol que obsesionaba al director. Casillas amagó a cantar —“Solcito / Solcito / Sol...”— pero ya ella estaba encima. Mejor no, Casillas. Basta de preguntas, palabras, dudas; bienvenida, mujercita impetuosa y adiós, sol.
***
Tomó el libro y le dio una repasada veloz: estaba en inglés. Otra extrañeza para el día. Verónica, la enfermera, le había contado que era la octava o novena ocasión en que se hallaban —así le decía ella. O porque él la convocaba a su escritorio o porque se reunían en la habitación 2012 —¡la 2012!— o porque ella vulneraba su puerta y se le escurría al mediodía, a la siesta o por las noches, cuando La Loca Estela estaba demasiado drogada para atenderlo.
Pero en ninguna de esas ocasiones él había mencionado nada de su afición por la lectura en inglés de Auster. Eso era un secreto de Charo y de él jamás filtrado y tenía una certeza pétrea de ello.
Se disponía entonces a leer al azar pero dio con una página marcada. La esquina de una hoja doblada y un subrayado al lado de un párrafo. Decía:
“Whenever he talked to Mr. Bones about those early years, Willy tended to dwell on the good memories and ignore the bad. But who could blame him for sentimentalizing the past? We all do it”.
La enfermera debió marcarlo pero ella ya no estaba allí para responder. ¿Qué querían significar esas breves oraciones para ella que a él, con una recorrida superficial, le caían como cargas de profundidad?
“Hilos”, recurrió. “Cargas de profundidad. Hilos. Recuerdos atados con hilos”. ¿Adónde le llevaban esas palabras?
En fin, le daría una recorrida más profunda luego. Ahora debía cumplir con alguna dignidad el trabajo por el que recibía un salario. Revisó rápido el schedule: visita regular a las habitaciones de los internos, reunión breve de administración y Charo.
¿Charo?
“Charo”, de su puño y letra.
“8.00 pm”.
¿Charo y no “La Loca Estela”?
***
En fin, día y noche de programa agitado. Necesitaría energías, por lo que dormiría siesta y se armaría de combustible extra.
Buscó a tientas un frasco. Desechó las píldoras blancas, las rosadas y las ámbar y finalmente dio con las azules. Se fue a trabajar.