Gólgota
CAPITULO 12
Un día, el Gólgota.
Hay un final y hay Gólgota —parecido no es igual.
El calvario elegido, la aceptación del desahucio. La consumación personal del martirologio.
El Gólgota se asocia a la conclusión de un camino. El acabóse. Padre, por qué me has abandonado. El cuerpo vejado, el alma presta cerrando la montaña, anticipando el cadalso y el precipicio y el cielo negro y las fosas pútridas abiertas y a Aguirre.
La concepción ultimísima es llevar la cruz y entregarse al designio. Vida pendorcha.
Pero hay innumerables Gólgota, no uno —claro, somos definitivos.
Yo, Charo, elegí el mío sin comprensión cabal y absoluta. Más presa de las circunstancias que cochera de mi destino.
La anticipación hizo tilt: no esperaba nada más allá de. No túnel, no luz.
Pero algún hado se apiadó, tuve suerte, dios o culo y algo hallé. Mi Gólgota —la locura— me facilitó la comprensión: ahora sé que soy una mesa o una silla o un perro y que siempre lo fui. Charo, ya una vez La Loca Estela, es un ser humano cuadrúpedo.
La chifladura, ese estado de liberación moral, descorrió el velo de mis cuatro apéndices:
Decamerón
Transfiguración
Post-Crucifixión
Renacimiento
***
Fase I – De cómo tuve un Decamerón incompleto
Leí y creí en Boccaccio. Cien cuentos, hace setecientos años, explicándome cómo eran el amor, la fortuna y la inteligencia. El amor regía. Eros nos predestinaba, hijos de Venus y Marte, a la sensualidad y el goce cuerpo a cuerpo. La moralidad, esa acrimonĭa, no vallaba el deseo.
Vivía entonces, libremente encerrada en mi jaula, mi Buenos Aires, en un mundo etéreo de piel siempre hidratada y con el carácter jovial. Era cada una de las monjas y abadesas de Massetto. La reina atravesada por el mozo carnavalesco. La presa helénica del corsario y la esposa gozada por dos hombres. Me entregaba a la mentira del orgasmo celestial sin temor a la medianía atmosférica sólo por disfrutar el vuelo. Hasta fingí ser doncellas imperiosas que no admitían ni sufrían recusación.
Carne, manzana de Eva, hambre eterno: estaban en mí. Hombre que no me provocaba: hombre sitiado, asaltado y tomado. Macho provocador, allí iba, pícara, insolente, liviana, con las flautas silbando bajo mis piecitos de vestal del bosque buscando tronco para rascar y que me rasque.
Ese estado alelado me impidió ver una pena que desconocía. Lo que sería mi inquisición comenzó como sueño deseado: Casillas era el hombre hallado, el servidor permanente. Fue así por un tiempo; teníamos onda expansiva y la ciudad latió.
Pero Casillas pronto agotó su ímpetu taurino una vez abierta la puerta de salida de Buenos Aires. Yo, señores, removí el limo platense a grito pelado y espolada de tobillos y llegué a Madrid para acabar en una congeladora. El pene de mi hombre se volvió ártico y antártico y al cabo cerró la tienda chucha. Apenas si abría el ojo venusino para un llantito de placer, que ya no polvo, consolando la ausencia aferrada a vigas de PVC.
Primera muerte, segunda pata.
***
Fase II – Transfiguración inversa, sin monte ni brillo
Casillas me puso en el Index librorum prohibitorum mientras el santurrón banqueteaba. Sólo yo lo sé: Casillas reinterpretó el Decamerón de Boccaccio hasta crear el suyo propio. A la moral inexistente la reemplazó con amoralidad. Para él el placer carece de ley, principio y fin. Se goza con la vida, se goza con la muerte.
Su memoria perdida es, por supuesto, negación. Casillas tiene a la Santa Inquisición escondida en el cerebelo lista para estirar la tibia y hacerle rodar ese precario equilibrio. Casillas mantiene a raya a la conciencia atorando el garguero con pastillas. Por la magnitud de sus pecados —quien a hierro mata...— sabe que lo esperan instrumentos aberrantes. Collares de púas, jaulas colgantes, sierras y cinturones de San Erasmo; vírgenes de hierro de clavos gigantes, santas trinidades de acero al rojo vivo y casquetes aplastacabezas; camas y esposas para descoyuntar, las peras del Papa, la pata de gato y el taburete de Judas.
En cambio, a mí el hijo de puta me cerró con candado el tujes en el Index librorum prohibitorum y se llevó las llaves. Ahí empezó mi transfiguración impuesta, maldita pata.
Casillas era mi cúspide, mi montaña. Así fue en el génesis, en Buenos Aires. Reconocía al hombre a quien entregaría mi alma para descansar en y con él. Pero la montaña era aire y mi elevación, vanidad. No hubo brillo, luz ni sol en mi mirada, mi rostro y mi aura al momento de la transformación.
No hallé razones inmediatas para explicar el cambio de Casillas. Mi elección por él había sido intuitiva e irracional, algo que las mujeres llamamos piel. Pretendía que un hombre fuese otro.
Pero si anhelaba que la realidad cediese al deseo, para cuando el deseo cedió a la realidad, ya había perdido conexión con lo mundano. Era mi propia transfiguración inversa: de elegir la locura sublime del Eros del Decamerón, ahora elegía volverme loca sin elevarme del piso.
Prendí fuego a todos los libros.
***
Fase III – Post-Crucifixión; abrázame
Sin elevación ni colores santos, no hubo Moisés o Elías y no reconocí en el rodeo a los Pedro, Juan y Santiago. Concluido el hombre —primero en América, luego en España—, me abrí el pecho y recité a mi modo estrofas por mí bien sabidas.
La distancia de mí misma: abismal
Arrimate y prestame el pecho
Ciega el silencio / Quiebro las piernas
Mi tierra sin ejes / es transformación
(Música ambiental; ubicua, rabiosa Post-crucifixión: “Y en esta quietud / Que ronda a mi muerte / Siento presagios / de lo que vendrá”.)
***
Fase IV – Renaissance Woman
La elección de mi locura, digo, es metódica. Borré los límites para limitar el daño.
Ya en Madrid la primera vez, Casillas convertido en ser huraño pasaba el tiempo bajo llave, bajo fuego y bajo el agüita al 40% de Wyborowa Exquisite. Se aficionó a las píldoras al verme tomar calmantes —soy tan débil. Fue primero uno y después el tobogán —en estos menesteres hay organismos y organismos.
En Madrid, se perdía por Chueca, por La Latina y por Huertas. De más estaba preguntar qué lo atraía. Empecé a llamarle a esa derrota La Expedición Cosaca, porque volvía apestando a zubrówka y J.Lo, las camisas denunciaban la saliva y los labiales rusos y en los sacos serpenteaban los cabellos amarillentos de las rumanas patilargas de Malasaña.
En Baires, al primer viaje, se entretuvo en Saló, en el microcentro. Disco gay. También recorrió a pie las calles del Palermo oscuro y pagó taxis y hoteles a chicas y chicos. Lo que el olfato y la vista no proporcionaron lo entregó mi oído y las bocas de mis amigos noctámbulos. Casillas se paseaba por Buenos Aires como si yo no existiese. Y efectivamente era así para él.
En Bogotá anduvo en un asunto turbio. No fueron drogas ni demás boludeces. Fue más violento. Llegó al hotel con la camisa y el pantalón salpicados de sangre fresca y el rostro cortado. No me dejó revisarlo.
—Soy médico y sé curarme; soy psiquiátrica y sé entenderme —repitió, como cada vez que me quería lejos.
Mis ojos se bastaron. Había vidrio de parabrisas hasta en los bolsillos de los pantalones. En México... De México no quiero hablar. Tampoco de Lima o de Santiago. Eso se sabrá cuando sea necesario.
Ya para entonces, con una década oliendo desencantos, seguíamos juntos antes por costumbre que por elección.
Como eso era una muerte en vida fue entonces que decidí mi resurrección: me haría la loca. Años traduciendo libros, ponencias, dossiers, white papers para Casillas y decenas de médicos y me tenía aprendido cuestiones básicas sobre psicosis, esquizofrenia y otras chifladuras.
Me internaría en el hospital de Casillas con un plan: mis Nuevas Cuatro Fases.
Sumisión
Revancha
Perdón
Redención
Él vivía entonces (y vive ahora) tan empastado que difícilmente podría determinar si mi locura era un pretexto o mis sesos debidamente volados. En el peor de los casos, descontaba su flaca memoria para asegurarme la estancia y sumaba el deseo y la envidia de Fernández —con un ojo sobre mí y otro sobre Casillas.
Abrir las patas en el momento adecuado podía darme lo necesario con uno u otro. O con quien fuera necesario.
De algún modo, ésta era una nueva Transfiguración inversa, prestada de Casillas. La amoralidad en reemplazo de una moral inexistente. Algo como pechá tranquilo, que total mando yo.
***
Antes debía ordenar menesteres del plan que incluían un viaje a Argentina sin notificar a Casillas.
Luego, Madrid › Hospital › ¡Knock, knock! › Soy La Loca Estela, vengo a internarme.