viernes, 12 de septiembre de 2008

Solcito mío, mi amor

CAPITULO 11

Usted lo sabe.

Casillas fumaba pausadamente. Cómodo, echado en el sofá con los pies sobre una mesita ratona. Disparó al techo una caravana de aros de humo. Lo hizo bien despacio —púh, púh, púh, púh— sin quitarle la vista a Fernández, que tampoco se la bajaba a él y sentía la fumata como una provocación.

—Lo sabe —insistió, y por segunda vez recibió silencio y púh púh púh por respuesta.

Fernández había tomado la previsión de correr las cortinas de la oficina del director del hospital. Eso, y la puerta con traba, conformaba su idea de privacidad. De cualquier modo, las dos hojas de la cortina no se pegaron por completo. Por un pequeño resquicio entre los paños de fieltro azul empezó a colarse el sol, que había pasado ya el cenit.

Casillas vio el haz de luz cruzar el cuarto e ir eligiendo de a poco, como el minutero de un reloj, un centímetro de piso, pared y techo donde posarse. El rayo lo alcanzó pronto y se le clavó en las pupilas. Primero sintió la vista herida y la quitó pero no movió el cuerpo: fue acercando poco a poco el ojo otra vez al acero dorado. La pupila se contrajo. Cerró el ojo, que estalló en otro ojo, blanco y palpitante, detrás del párpado. La sensación de ceguera le gustó.

¿Dónde están?

Abría y cerraba el ojo. Primero uno, luego, apenas girando la cabeza, el otro. Miraba y jugaba. Abrir, cerrar, uno, otro.

¡Casillas!

El grito de Fernández lo incomodó. La gente ha perdido la paciencia. Casillas detuvo su leve movimiento pendular. Fumó. Miró a Fernández. Encogió los labios, pensativo. Volvió a fumar y apagó el cigarro en el cenicero. Lentamente, un golpe por segundo.

¿Cuál es su problema, Fernández?

Fernández se aplica y explica. Desea saber cuándo entregará sus apuntes. Las notas, las llama. Se emplea con ahínco, cuidando ahora las palabras. Ya se anotició de la reacción del otro: Casillas podría haberlo mordido o gritado o golpeado como a un perro por el grito de autoridad. No desea provocarlo nuevamente pero tampoco lo liberará de sus responsabilidades. Por eso el tono aun es seco y algo imperativo. Al final de cuentas, si Casillas se comprometió a entregar las notas, debe hacerlo.

Es en beneficio de todos. Usted lo sabe. Usted prometió.

Casillas ha seguido el monólogo de Fernández sin emitir palabras, echado en el sofá y, desde que habló, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos estirados a lo largo del respaldo.

El médico cree que su director está atento pero no le ha escuchado palabra. Todo el tiempo siguió pendiente del derrotero del rayo de sol, que sigue moviéndose con pisadas de ciempiés. Es una maravilla cómo corta la habitación como si fuera su propietario, como se inmiscuye en la conversación y la desarma sin necesidad de palabras. Los gestos, piensa Casillas, superan todo discurso.

Fernández continúa explicando los beneficios, en tantas oportunidades reiterados, de que ni una sentencia de esas notas sean jamás conocidas por nadie más que él y Casillas. La institución, argumenta, por el hospital, no resistiría tamaña derrota. Sería definitiva, en especial porque ya llevamos tres directores saliendo casi con los pies por delante.

¿No son magníficos esos dibujos, piensa Casillas? Lo son. Las partículas de polvo y las informes olas del humo del tabaco se han unido decorando toda la longitud del rayo de sol. Cuando la luz le tocó los ojos, Casillas sintió una caricia tibia. Afuera debe estar incroyable . Caramba, ¿francés?

¿Cuándo va a ser?

Casillas reaccionó. Regresó a Fernández con un largo suspiro.

No tengo idea. Cuando me muera. ¿Qué le parece eso? —desafió.

El otro se tomó la respuesta muy en serio.

Mucho riesgo —juzgó, grave—. Mejor antes.

Casillas hizo una mueca. En el fondo, no le importaba.

No, antes no.

Sí.

No.

Fernández refunfuñó. No quería sobresaltarse. Cuando eso ocurría, Casillas siempre se salía con la suya. Escondió la cabeza entre las manos para calmarse y hallar una idea. Casillas aprovechó el fastidio del otro y volvió a poner la cara contra el rayo de sol, esta vez, más decididamente. La cuchillada de luz lo encegueció. Quitó la cabeza. Volvió al rayo. Salió, volvió. Así cinco, seis veces, en cada ocasión más velozmente, cerrando y abriendo alternadamente un ojo u otro.

Nunca perdió de vista la posición de Fernández, así que cuando el médico descubrió su rostro para retomar la conversación, halló a Casillas apropiadamente sentado mirándolo detenidamente. Y sonriendo.

Debe comportarse como un adulto, Casillas.

Cómo no, papá.

Al director le resultaba sencillo manejar a su médico. Tenía un poder etéreo sobre él que excedía la brecha de generaciones. Fernández, en sus treinta largos, podía ser hijo de Casillas, pero no lo dominaba una relación paternal. Casillas le anticipaba los movimientos y presentía sus palabras. Era un misterio, pero ninguna de las necesidades de Fernández parecía serle ajena. Resultaba apabullante verlo ordenarle los deseos, como fuese su creación, un Frankenstein ensamblado para permanecer en rebelión con su creador hasta el final de los días.

En alguna medida, era así.

No se burle.

No lo hago, Fernández. Dese cuenta, usted es una burla de sí mismo.

El médico se ofendió gravemente y se paró ya sin cuestionarse la ruptura de la diplomacia con Casillas. Comenzó a recorrer la habitación de un extremo a otro profiriendo maldiciones e insultos. Para un observador ajeno a los precedentes del momento, los reclamos de Fernández reflejaban inversamente la realidad. Él, dominante; Casillas, sometido.

Lejos de eso, el director había obtenido lo que deseaba: que Fernández se desconcentrase y volviera a dejarle el rayito para su entero goce. Y Casillas no se demoró más de un par de segundos en volver a balancear el cuello buscando que el hilo áureo le lacere la visión. El estilete eléctrico viajaba en línea recta —córnea, cámara, iris y estoma, pupila, cristalino, cilios, cámara y humor— hasta reventar la retina y dispararle pinchazos al nervio.

Una y otra vez, mientras Fernández vociferaba, Casillas cruzó los ojos por el rayo y hasta improvisó una canción, que tarareaba en silencio, en una repetición interminable, mecánica como una cajita musical y acompasada con cada puñalada del sol:

Solcito / Solcito / Solcito / Sol...

Solcito mío, Solcito mío, mi amor...”

Para no excitar más a Fernández, Casillas volvió a detener su movimiento y el canturreo mudo apenas ubicó al médico de regreso en su silla. Le sonrió, incluso. Fernández asumió que su andanada había entregado resultados y asumió el gesto como una señal de conciliación.

¿Sabe, Fernández? —Casillas hizo la pausa necesaria para recoger un cigarro, encenderlo y darle una larga seca— Usted está muy equivocado —sentenció, y expulsó violentamente una densa columna de humo sobre el rayo del ventanal.

Por un segundo, Fernández posó la vista en las volutas y caracoleos sincopados del humo dentro del canal de luz. Al volver a la conversación, Casillas lo miraba fijo y sonreía otra vez mientras con la mano libre se quitaba de la boca un resto de tabaco de los Gitanes.

¿Por qué lo dice? —preguntó el médico joven, a sabiendas de que no le gustaría la respuesta.

Casillas se repantigó en el sofá.

Porque esta conversación es innecesaria.

Fernández amagó a molestarse pero el director lo detuvo. Le explicaría por qué decía eso.

Yo cumplo lo que prometo. Al menos, las más de las veces. Y si le dije que tendría las notas, no se preocupe: se las daré. En mano, si así lo dejo más tranquilo.

El asun...

No interrumpa —dijo firmemente Casillas y la mano de su cigarro alzándose frente a los ojos de Fernández, su voz autoritaria y la mirada intransigente fueron señales suficientes para desbaratar el reclamo—. Usted, Fernández, debe aprender a tener paciencia. Si le he dicho que esos textos serán suyos, delo por hecho.

Antes no ha cumplido promesas, tal cual lo ha dicho —respondió Fernández velozmente, de un tirón, antes de que Casillas hiciese nada para callarlo.

Y es cierto —respondió pacientemente el otro, sin sombra de ofuscamiento—, pero esto es demasiado importante. Ahora bien —se incorporó en el sofá con algún esfuerzo—, yo sé que usted ha estado importunando a La Loca Estela para que le diga dónde hallar esos papeles. Déjeme ser bien claro —Casillas miró intensamente a los ojos a Fernández y su voz se volvió sombría—: ella se queda fuera de esto. No puede ni le dirá nada porque no sabe nada. Y si no fuera así, yo que usted no le creería, pues sabe bien que está loca de remate.

Sí, pero...

Casillas esta vez no habló: nada más se bastó con los ojos brillantes como dagas para frenar la intentona de Fernández.

Pero nada. Repito: La Loca Estela se queda fuera de esto. ¿Estamos?

Fernández resopló, pensó un segundo mirando al piso y, finalmente, asintió.

Perfecto. Asunto concluido.

Casillas dio una nueva pitada al tabaco, se echó en el sofá, puso las manos tras la nuca y volvió a dibujar aureolas en el aire. Fernández, que había comprendido que cualquier intento de contradecirlo sería sistemáticamente abortado, permaneció cabizbajo, indeciso entre irse o decir lo que deseaba decir.

Casillas carcajeo.

Usted sí que es un chiquilicuatre, ¿eh? —atacó— Pregunte, hijo puta, anímese de una vez.

Fernández encaró, titubeante.

¿Cuándo...?

El día de mi muerte —volvió a divertirse el director, dejándolo sin terminar la frase—. ¿Desea que le pongamos fecha? —provocó, todavía risueño.

Con la honra escorada, tiroteado en cada ocasión que procuró decir nada, Fernández no se atrevió ni a responder.

Bueno, si no se decide...

¡Sí! ¡Sí! —se exaltó Fernández, presa de los nervios.

Venga: ese día va a ser... —Casillas suspendió la frase y alzó al vista al techo, saboreando el cigarro—... Cuando sepa diez cosas que ahora mismo no sé. Mejor: nueve, porque a una la empecé a tener clara hace unos días.

El director del hospital se refería al décimo hecho perdido en su memoria: el por qué significante de la dirección de Francisco Silvela, 28, en el distrito de Salamanca.

¿Y eso será...? —se apresuró Fernández.

Usted es tan pelotudo que si se presenta a un campeonato de boludos lo pierde por gilipollas. ¿No le acabo de decir que sea paciente? ¡Será cuando deba ser, coño! —gritó Casillas y acto seguido ordenó a Fernández que se vaya, que ya no había más que discutir ese día y que le hiciera el bendito favor de enviarle a la enfermera jovencita, la niña nueva, que necesitaba hablar con ella.

Hecho un guiñapo, Fernández arrastró su autoestima y salió de la oficina en un suspiro, cerrando la puerta con la suavidad de una niña modosa. Casillas se festejó el maltrato con algunas risitas secas que le duraron hasta que la tos de la fumata le arrebató los pulmones. No pudo tomar aire otra vez hasta que un gargajo le empastó la boca. Entonces buscó la rendija de las cortinas por las que se colaba el sol y maceró la flema orgánica girándola pacientemente con la lengua. En el momento en que le presintió la consistencia imprescindible, escupió con violencia.

El esputo, que mezclaba un color verde empetrolado con amarillo pálido y saliva blancuzca, se plantó con precisión entre los dos paños, uniendo las cortinas en un puente líquido. Al cabo de unos segundos, vencido por la gravedad, el gallo devino colgajo y se fue deslizando con lentitud de caracol hasta estirarse unas tres veces su tamaño original.

Hilos”, pensó Casillas. “Todo se ata con hilos. Hasta el pasado se nos cose. Nada queda atrás definitivamente. Ni ánimas ni evanescencias libran el tobillo de una jarcia al pasado”.

¿Dónde había escuchado eso? ¿O lo había leído? ¿Por qué siempre necesitaba saber? ¿O por qué, en todo caso, no podía desprenderse de las urgencias de evacuar dudas día y noche? ¿Por qué todo en él era una pregunta, una fragilidad, quizás una incertidumbre infinita?

Se sacó las ideas de encima resoplando un nuevo cañonazo de humo que cortó el rayo de sol y se dejó ir tras las circunvoluciones. Perdido en una idea blanca, una especie de vacío sin pensamientos, fue meciéndose en su cantito silencioso, esa cándida compañía inofensiva.

Solcito / Solcito / Solcito / Sol...

Solcito mío, Solcito mío, mi amor...

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