Diez
CAPITULO 10
Hace unos días, a Zapata se le dio vuelta el corazón nomás pasar la página del periódico: el de la foto no podía ser Sánchez Durand. No El Fantasma.
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El 28 de diciembre de 1997 Esteban Sánchez Durand fue procesado por la justicia argentina por delitos ocurridos durante la última dictadura militar. Sánchez Durand era médico auxiliar del campo de concentración El Embarcadero, llamado así por estar ubicado en las cercanías de un muelle en una isla del delta del Tigre.
Sólo Zapata y otros dos fiscales federales sabían del chupadero. El Embarcadero jamás salió en los periódicos, nunca fue tema de noticiero y su historia era desconocida incluso para los jueces hasta que los fiscales llegaron a ellos con los resultados de sus pesquisas.
En muchos sentidos, El Embarcadero era una fantasmal vertiente de ánimas. Último campo de concentración militar abierto en Argentina, en 1981, sirvió para mantener cautivos a unos pocos opositores a la guerra de las Malvinas, incluido un piloto militar que se negó a bombardear un barco espía chileno en el Canal de Beagle. El aviador, como los otros seis detenidos, ya estaban desaparecidos para comienzos de 1984.
Ningún militar que pasó por allí, entre ellos dos coroneles, tres tenientes y cinco zumbos, estaba vivo cuando Zapata halló la foto de Sánchez Durand en el diario. Los coroneles y un teniente murieron por fallos cardíacos, a dos suboficiales los asesinaron en una trifulca de bar, a otro en una pelea entre barras bravas de Tigre y Nueva Chicago y al último lo arrolló una Ford F100. Los dos tenientes, piloto y copiloto de los vuelos sobre el río, se suicidaron. Las culpas, suponía Zapata, les habrían llevado a un estado mental calamitoso pues acabaron con sus vidas cuando eran internos de la colonia cordobesa de trastornados Emilio Abad Vidal.
También los dos médicos que dirigían las torturas fallecieron en circunstancias extrañas. Uno en Bogotá, cuando su auto se detuvo en un semáforo y un desenfrenado camión de Cerveza Águila se lo tragó. El conductor del camión desapareció sin dejar huella. Al otro lo encontraron, frío como mármol, sentado al comando de un avión Cessna particular a punto de decolar en un campo de la provincia de Córdoba.
Zapata dio con el campamento por una casualidad. Cuando era estudiante de los últimos años de abogacía fue a pasear al Delta con dos compañeros, Portigliatti y Orso. Allí vieron despegar el helicóptero utilizado en los vuelos detrás del pequeño embarcadero donde habían amarrado el velero del padre de Orso para reabastecerse de combustible.
Portigliatti, que había hecho la colimba, lo identificó como una vieja aeronave de combate y dijo que era extraño que estuviera por allí dado que la zona no era escenario de maniobras militares. Zapata, que había oído hablar en la facultad de extraños vuelos nocturnos sobre el Río de la Plata, les dijo que deberían investigarlo. Pero después y no ese día, sonrió, porque el solcito estaba rico y había muchas minitas floreándose por las marinas.
Ya egresados, los tres se enrolaron como ayudantes de la Fiscalía federal. Con el albor democrático fueron comisionados a registrar testimonios de familiares de desaparecidos de la dictadura. Tras una de esas dolorosas conversaciones, Zapata recordó a Portigliatti y Orso “el caso del helicóptero del Riachuelo”, como lo llamaban.
Entonces sí se decidieron a investigar seriamente. Aunque revolvieron cielo y tierra y lograron identificar la aeronave y asociarla a El Embarcadero, la investigación pasaba más tiempo detenida que en marcha. Varios años se consumieron con los apuntes guardados en la carpeta amarilla amarrada por el cordón, que fue pasando con ellos de oficina en oficina y de escritorio en escritorio. Era muy difícil hallar información. No había testigos y las únicas personas con alguna vinculación, unos pocos familiares de los detenidos en El Embarcadero, ya habían dado todo cuanto tenían en mente.
Los avances estuvieron condicionados, de hecho, a la sucesión de muertes de los militares y médicos involucrados. Por los periódicos o porque algún informante del Ejército les notificaba, Zapata y sus socios fueron recolectando datos pacientemente, resignados a que el caso se descubriese a sí mismo, dependientes de que las externalidades les golpearan la puerta.
Así la lista de muertos fue construyendo la historia hasta convertirse en ella misma. La necrología incluyó progresivamente a los militares y pilotos, a los médicos y a los detenidos-desaparecidos. No quedo fuera de ella nadie más que una sola persona: Sánchez Durand, el galeno auxiliar, a quien la Justicia procesó en ausencia después de analizar la documentación provista por Zapata y sus dos fiscales ayudantes. Cuando el juez dio vista al caso, llamó “fantasma” al fugaz médico, apodo que los abogados asumieron como código interno.
A más de una década de la acción judicial, El Fantasma aparecía en el periódico para rebelar el corazón y revolucionar el estómago del fiscal.
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Sacó rápidamente una carpeta de su escritorio. Era el viejo folio amarillo atado con el cordón de zapato y se puso a revisarlo con velocidad. Entre los papeles dio con una foto antigua. Era un muchacho alto y desgarbado, con apenas una barba de días y una incipiente barriga. Sonreía con toda la boca.
Comparó la imagen con la del periódico y, aunque la edad le generaba dudas, le pareció hallar en ese señor mayor la misma sonrisa del joven médico militar. Debía ser él. Tenía que ser. El Fantasma.
Zapata tomó el teléfono y llamó a Portigliatti y Orso. Los fiscales llegaron a los pocos minutos sin ocultar la exaltación. Zapata deslizó el periódico y la fotografía amarillenta sobre el escritorio y los miró. Los otros dos se plantaron frente a las impresiones y no tardaron demasiado en intercambiar también miradas. Orso hizo una mueca, respirando agitado.
—Es él —dijo.
Miró a Portigliatti, que asintió, y ambos se volvieron a Zapata.
—Ni una puta duda, entonces —resolvió.
—¿Qué vas a hacer? —inquirió Portigliatti.
—Buscarlo —dijo Zapata, definitivo—. Buscarlo.
Zapata se echó en la silla y resopló. Sacó un Alka Seltzer del mismo cajón donde antes estaba el folder amarillento y se sirvió un vaso de soda. Tragó el líquido efervescente con ansiedad, con sus dos compañeros aun mirándolo.
—¿Lo vas a buscar ahora? —intervino Orso.
—No, quiero estar más seguro y seguir todos los procedimientos —dijo Zapata enfáticamente—. Es el último que queda de El Embarcadero, así que no hay que meter la pata. Hay que agarrarlo con todo preparado o nos jodemos nosotros. Y escuchen bien —dijo, pausando la voz para realzar la importancia de lo que seguiría—: El Fantasma es nuestro. Ni una palabra de esto a nadie. Es ahora o nunca, carajo.
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Unos días después de la reunión, Portigliatti y Orso tenían un detalle exhaustivo de los movimientos de Sánchez Durand. Cuanto averiguaron y con quién es un misterio, pero entre información y especulaciones, creían tener una noción más o menos acabada de su vida. Era ciudadano español, hijo de un constructor argentino con vínculos con las juntas militares de los ‘70. Había estudiado medicina en Madrid y llegó a Argentina en 1982, cuando El Embarcadero llevaba unos meses funcionando.
Sánchez Durand sólo se llamó así mientras duró su estadía de dos años en Buenos Aires. Nació, presumiblemente, como Esteban Antonio Casillas Durante en Córdoba, Andalucía, el 1 de enero de 1946. Inició su carrera en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid a los 19 años; le tomó diez años terminarla. Apenas egresado, regresó a Andalucía a trabajar con su padre.
Aquí comienzan las mayores especulaciones. Según Orso y Portigliatti, el padre debió proponer a Casillas/Sánchez Durand conseguirle empleo en Argentina a través de sus conexiones con el gobierno. Padre e hijo, sugieren los fiscales sin mencionar fuentes, habrían mantenido una relación tirante, escasamente afectiva.
No hay ningún registro militar que mencione a Casillas en operaciones al servicio del Ejército, aunque sí existe una planilla —una sola planilla— que incluye el nombre “Sánchez Durand, E.” en un despacho interno de la Gendarmería. Al lado del nombre decía “médico ayudante, Embarcadero”. Orso y Portigliatti no pudieron determinar si quien pagaba el salario del médico era la infantería o los guardacostas ni de qué modo percibía el dinero, dado que no existían mayores referencias de él que esa exigua aparición en un documento de visitas a una base de patrullas del Delta.
Al regreso a España, en 1984, el tal Casillas volvió a ejercer la medicina en una práctica privada de Huelva. A los cinco años ingresó a un hospital neuropsiquiátrico en Madrid, como médico residente. En menos de tres años se convirtió en director general. Tenía entonces 46 años. Su veloz ascenso llegó por los sucesivos desplazamientos de tres respetados médicos de carrera, todos declarados insanos y recluidos en el mismo centro asistencial.
Antes y después de regresar a Argentina en 1996, el año previo a su procesamiento judicial, Casillas vivió en México y dictó conferencias en Bogotá, Monterrey, Lima, Santiago de Chile y Caracas. Por Colombia pasó dos veces y, en aquel 1996, visitó Buenos Aires y Córdoba en Argentina. Como la requisitoria judicial estaba extendida a nombre de E. Sánchez Durand y no de Casillas —y, curiosamente, no había pedido de captura a Interpol—, nadie en Migraciones sospechó de ese médico en turismo de congresos por el país.
Casillas parecía vivir cómodo en un piso en Madrid y tener un desempeño profesional respetado a nivel internacional. Nada que consternase a los fiscales, acostumbrados a conocer casos de criminales de lesa humanidad convertidos en prohombres de sus comunidades bajo nombres falsos. Con todo, Casillas era un caso distinto pues vivía más bien expuesto y poseía un cierto renombre en la comunidad psiquiátrica internacional.
En uno de sus viajes a Argentina —los fiscales no pudieron determinarlo con precisión—, Casillas conoció a la traductora y profesora de inglés Rosario Valdés. En su reporte a Zapata, los dos fiscales anotaron que Valdés y Casillas/Sánchez Durand “intimaron” rápidamente y que la mujer pronto se mudó a la casa del médico prófugo en España.
Hasta allí llegaba el reporte, que culminaba con una copia de la nota del periódico: una pequeña fotografía de la página de Sociales que mostraba las imágenes de un Congreso de Psiquiatría y Medicina Forense de Madrid. La foto central eran los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense, premiados por su trabajo en la identificación de desaparecidos de la dictadura. Casi a pie de página, en un espacio no más ancho que el de una columna recibía una plaqueta, sonriendo en primer plano, Sánchez Durand. O el Doctor Casillas, como rezaba el epígrafe.
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El 5 de septiembre de 2008, Zapata abordó en Ezeiza el vuelo AR1132 de Aerolíneas Argentinas rumbo a España. Llevaba consigo nada más que una pequeña maleta con ropa, un portafolios con su carpeta ajada y seis mil quinientos euros. Era todo lo que pudo reunir rascando los fondos de la caja chica de su oficina, sus propios bolsillos y los de Orso y Portigliatti.
Su investigación, ya de por sí flaca, dependía de su eficiencia en el gasto. Toda posibilidad de hacer justicia con un caso desconocido en Argentina residía en cómo Zapata administrase el dinero y en el modo en que se las ingeniase para obtener información.
La renta del departamento, hecha por internet a las apuradas, le restaría en un mes casi un quinto de los fondos. En el vuelo, Zapata se repitió hasta el sueño que, de organizarse, hubieran obtenido alojamiento más barato, así fuere menos decente. Pero toda la investigación había sido tan lenta que, cuando se avivó con la fotografía, tenían los nervios narcotizados y tomaron las decisiones presas del arrebato.
El mapa de Google decía que el domicilio estaba a unos pasos de Las Ventas y, curiosamente, del Parque Eva Duarte de Perón. La dirección, Francisco Silvela, 28, distrito de Salamanca, 28028, Madrid.
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De un salto, rompiendo la noche, Casillas vomita el whisky y las píldoras. La Loca Estela, desnuda a un lado en el piso de la oficina, duerme una mona densa. Casillas se frota la cara, despierto sin estar despierto, repitiendo como un disco rayado:
—Dix, dieci, dez, zehn, ten. Diez.
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Agradecimientos › B.M., Nicolás Guillén (USA), Ana Lía Weiller, Anónimo con Apellido, Cachivache del Kurdistán, Catalina Marchita, Fantasma del Sur, Matapalomas, Nippur de Lagash, Pablo U, Vicodín a las 4 y Visitante Invisible (ARG), Soboro y Marta García P (ESP), El Emir de Tecamachalco, Susana Vega G (MEX), Rogelio Federer Express y El Dr. Casillas.