Vademecum Casillas
CAPITULO 9
Un instante de lucidez, uno solo, y puedes tener el aire más fresco del mundo.
Sigo sin llenar los blancos de la memoria, pero he logrado desmenuzar, removiendo lagañas, un cierto número de episodios.
Nací aquí, andaluz y gitano, hijo de matrimonio argentino. Mi padre era constructor y viajó a su país durante toda su vida.
Yo fui allí con él por un tiempo. Dos años, para ser exacto. Era un médico recién egresado. Papá me puso en contacto con alguna gente. Conocidos, los llamaba. Conocidos. Cuando lo hacía su voz sonaba espesa. Me emplearon en un pequeño regimiento como auxiliar médico.
Mi trabajo era preparar gente. Así le llamaban: preparar gente.
Inyecciones.
Pentotal sódico primero, para confesiones. Una tonelada de analgésicos después para la preparación final.
A los tipos se los llevaban unos militares jóvenes como yo y algunos de más edad. Tenientes, capitanes. Los cargaban en aviones. Río de la Plata. Adiós.
Sin remordimientos. De nadie. Yo no sentía nada. ¿Qué iba sentir? No tenía relaciones ni afectos por sus disputas. Esa gente vive peleándose todo el tiempo. Daba igual para quién trabajase.
Fui por el viejo, ya dije. ¿Qué hacía el viejo allá? Negocios. Pasaba más tiempo en Buenos Aires que en España. Aquí, en Madrid... Los setentas, vamos: Suárez y carestía. Todo mundo se cagaba de hambre. (Cagarse de hambre, eso es muy argentino.)
Yo era un hijo de puta, allá, sí. Y sigo siéndolo: no matas gente indefensa. No hay decoro en eso. Pero tampoco me importa. No daba las órdenes. Nada más obedecía.
Quiero decir: hacía mi trabajo. Peor sería pasarme: el pasajero de pentotal hubiera sido yo.
El día que pisé Barajas, de regreso, me desmoroné. Fue como si me quitase una armadura de mil kilos. Lo llamativo es que desconocía que la portase. Yo iba muy ligero.
Ahora ya no mato. Bueno, una vez. Dos, mejor. Ya no puedo con esas pulsiones.
Ahora torturo. A cuanto desequilibrado hallo. Locos, psicóticos, esquizos, chiflados. Parias. Ácratas. Drogatas.
No hay odio. Como antes. Es lo que hago. Son como herramientas viejas; no les funcionan las partes. Hay que arreglar lo roto.
Para esa gente resbalada el hospital es el taller. Lo que allí se aprende tendrá utilidad. Estoy seguro. Por eso tomo notas. Sí, las que quiere Fernández. Entre otras.
No: toda inquina sobra. ¿Quién puede señalarme?
Tengo interés por los drogatas. Porque esos se dan cuenta. Se les pasa el efecto de lo que se metieron y notan dónde están. Hago que Fernández los levante de la calle. Un auto sin placas, claro. Aprendizaje argentino.
Una vez acá, las prácticas. Así las llamo. Prácticas.
Fernández no, pero yo sí tengo que meterme algo. Fernández es como un témpano. Está psicótico pero no lo sabe. El hijo de su puta madre disfruta todo esto.
Aclaro: ni me meto nada por delicia ni por delectación ni por fruición. Los ansiolíticos no entran a mi sangre para lavar culpas ni olvidar.
Los tomo porque una vez empecé y alguna vez terminaré. Punto. Así de simple.
¿Los olvidos? vejez. Cerebro cansado. Dice la ciencia: pérdida de la memoria inmediata, natural con los años.
Normalísimo. Pero todo está ahí, no se va. Mi cerebro sólo cambió el modo de almacenar. Algún día encontrará todo y ordenará. Lo hace, en realidad, aunque lento.
Eso no me place. Quisiera tener más claridad. Por ejemplo, saber las diez cosas que no puedo recordar.
Son diez. Ni una más ni una menos. Saber exactamente qué significan es lo único importante hoy.
Ni pasado ni futuro. Nada. Sólo rellenar esos baches. Esa es mi vigilia.
Concluido el proceso, todo seguirá su curso. O sea, olvidaré más cosas porque tendré menos células porque soy más viejo.
Pero esas ya no importarán. Vivo para conocer qué significan las diez cosas que vuelven a mí desordenadas. Charo de espaldas en un parque. Mis corbatas. Madrid, soleada, en junio. Silvela, 28, Salamanca. Piaff. “Timbuktu”. El auto y la muerte.
Estas están siempre. Y las tres finales:
La enfermera del pasillo, ahora una obsesión que no puedo dejar día y noche. ¿Qué, quién por qué?
“No vivas mi pasado”, la frase de mi padre. ¿Cuál pasado? ¿Mi catástrofe es inferior a su juventud? ¿Quién fue mi padre?
Fernández. El Telegrama Fernández. La mierda: he estado hablando solo ante el espejo con las frases telegráficas de Fernández. En biología a eso le llaman mímesis. Mímesis. Mímesis Fernández.
En fin...
Mi vademécum exige cumplir ciertos pasos para dar con las ideas. El recuerdo del Mercedes está firme, pero no reconozco a quién maté ni por qué. ¿Placer? ¿Un acto reflejo juvenil? Sé del libro de Auster: fue la enfermera. ¿Por qué? ¿Qué me une y separa de ella?
Todo lo demás espera por mí, como un corazón abierto.
Soy Casillas, médico, prófugo de cierta justicia, experto del embuste y el dolor ajeno.
Prescripción para mantener la salud: oculta, engaña, miente compulsivamente.
Enreda y desenreda; vuelve a tejer. Usa tus hilos. Dejate ir.
Toda vigilia tiene final.