jueves, 23 de octubre de 2008

La caja de Marlboro en el tarro de basura

CAPITULO 16

Mis profundos conocimientos de medicina, física y química, psicología social y hasta termodinámica me permiten concluir, fehacientemente, que la humanidad es estúpida. Y es probable que uno de sus exponentes más necios sea la señora que vendía cigarros a la vuelta de la casa que ocupé con Charo durante nuestra breve estadía en Ciudad de México. La mujer se llamaba Susana y era una india oaxaqueña. Sesenta y tantos años, clásica trenza, vestido multicolor, voz-que-pedía-disculpas y mirada de cachorro. No le faltaban artilugios para destruir cínicos.

Quién sabe qué fuera en el pasado. Venía de un pueblo inundado por una presa. Su familia vivía en el valle y les dieron a elegir: se iban antes del agua o con ella. Ni indemnizaciones ni conmiseración. Empaquen y lárguense. Susana se montó en una mula con el hermano y la madre. Detrás de las huellas de la bestia quedó un plantío pequeño de naranjas boludas que se tragó el embalse.

Apenas llegó a Ciudad de México, la fortuna y el buen carácter le granjearon prontos empleos en casas de familia haciendo la limpieza. Era buena cocinera y al tiempo sumó ingresos extras abriendo una fondita familiar en la Colonia Doctores. A la tarde regresaba a mi zona y montaba la mesita a la vuelta de casa. En el puestito vendía caramelos y dulces, chicles, paletas enchiladas y cigarros. Yo compraba Marlboro. Sueltos. No había otra cosa que a mí me pudiera interesar.

A veces me tomaba a la desesperada, necesitado de fumarme no uno sino dos o tres de un tirón y se los quitaba a golpe de mano. Pero mi ambición tenía límites. Una tarde que llovía y volvía de almorzar callos en el DO tuve un ataque de ansiedad. Necesitaba, con una imperiosidad de adicto, meterme unos cigarros por las fauces.

Hallé a Susana a punto de desmontar el puesto. Tenía una cajetilla de Marlboro casi completa. Nada más le faltaban dos. Le propuse comprárselos todos. Como los vendía de a uno, hacerme del paquete me costaría el doble del precio regular de cualquier changarro, pero no me importaba. Quería esos 18 cigarrillos todos para mí. Por capricho, por comodidad, para no tener que bajar a buscar luego más si Charo me robaba algunos. O simplemente para sentirme cubierto, por esa misma seguridad que otorgan vacuidades pedestres como saber que la ropa interior está limpia, los calcetines sanos y no quedan mocos en la nariz ni comida entre los dientes.

Pero no me los quiso vender. India de mierda: no me los quiso vender. Le ofrecí el triple. Cuatro veces más. Cinco. Estaba dispuesto a pagarle lo que pidiera en ese instante por esos roñosos diez y ocho cigarros.

Y nada.

Puedo venderle tres, cuatro como mucho, Doctor —me dijo con una D mayúscula en la voz.

No, mi querida. No quería tres ni cuatro. Los quería todos.

Pero fue infructuoso. Más insistía, más evasiva se ponía. Hacía gala de esa habilidad muy propia de mexicanos y centroamericanos para eludir las respuestas sin usar una sola vez la palabra no.

Al final, hice le pregunta correcta: por qué no me los vendía.

La respuesta fue tan simple como todas sus negativas:

Y después, ¿qué vendo?

Entonces entendí. No se trataba, como procuré explicarle, que con las ganancias de venderme a cinco o seis veces el valor podía comprarse dos o tres cajetillas y seguir incrementando el dinero. De nada sirvió que me aplicara mostrándole sumas en un papel. Yo discutía desde el siglo XX y ella desde el XVII. Yo le hablaba de ganar dinero y ella me hablaba de hablar: si me vendía todos sus cigarros, eliminaba toda posibilidad de conversación con un próximo comprador.

Para Susana, integrista de las buenas costumbres amistosas, su mesa no era un negocio donde obtener dinero para seguir creciendo. Era una excusa para platicar. Ella estaba allí para iniciar y mantener relaciones, intercambiar pareceres, comentar de la vida y de sus naranjas boludas flotando en una presa de Oaxaca.

Y sí: la humanidad es estúpida. La gente cree que hablando nacen mundos. ¿Pero acaso he de cambiar eso yo, hombre?

***

En México, en aquellos tiempos, terminé de pasar al papel mis apuntes de mis asuntos en Argentina. Las preparaciones. Esa carpeta continuaría ampliándose con cada viaje. De Bogotá a Lima, de Santiago a Madrid. En España acabaría por engordarla sumando los detallados experimentos del hospital.

Fernández no se preocupa por aquellos años como por los actuales, donde su nombre aparece decorando magistrales pases de electricidad, golpes con mazos sobre manos y pies o embotamientos progresivos con todo tipo de pastillas. De mi pasado él podría hacer negocio; con su presente, se le acabaría el propio.

Ahí está otra vez el problema de las palabras: de tanto hablar se puede arruinar la vida. Perras malditas.

***

En Ciudad de México me porté bastante bien. Me acosté con algunas mujeres por dinero y hasta con un mariachi que contraté en Garibaldi para Charo. Le cantó a mi mujer, ella se conmovió, lo invité a subir, tomamos demasiado tequila y acabamos los tres en juerga.

A la mañana siguiente nos había robado más de mil dólares, unas pocas joyas de Charo y algunos discos. Que se llevase dos de tropicalia me enfadó. La molestia me duró todo el día.

***

Todo esto ocurrió en los primeros dos meses de vivir en la Colonia Bosques de Chapultepec, frente al bosque, por Campos Elíseos. Charo estaba feliz: le recordaba a las arboledas de Palermo. El aroma cloacal también, aunque de otro modo: aquí estaba en los aires; en Buenos Aires sobre las aceras, depositados por los perros de las señoras.

Al tercer mes comencé a viajar a Monterrey preparando unos seminarios sobre medicina legal. Terminaron siendo excusas. La vida sentimental con Charo sabía a acero inoxidable y yo hallaba consuelo en el autoconsuelo o inventándome amigas y amigos.

En Monterrey hallé mujeres con la efusividad oculta de las conservadoras que hicieron de mis viajes un paseo hasta el agotamiento perfecto, ese que deja a uno rendido tras sudar la sábana. Con una, gustosa de practicar la sofocación, debí tomar precauciones. A punto estuve de llevarla demasiado lejos. El placer me había dado vuelta los ojos como un tiburón y sólo reaccioné por el implacable aroma de una naranja.

¿Suena extraño? No lo es. Habíamos cenado en la cama y el postre era la fruta. En la agitación, una debió rodar bajo el cuerpo de mi chica de ocasión. Aplastada, regó el ambiente y me sacó del trance —como tirando de un hilo.

Naranja equivalía a Susana. Naranjas boludas. Susana boluda.

Las palabras jodiéndome otra vez.

***

Antes de abandonar México busqué a Susana con denuedo. Había cambiado de esquina, saliéndose de mi ruta habitual. Cuando la hallé, el puesto era idéntico. Ni había crecido ni caído.

Lo que yo supuse un único cambio no fue sino mirar esta vez con más detenimiento: la mujer tenía unos alebrijes entremezclados entre las barritas de chicles. Eran una jirafa, un chapulín y un sapito, propiamente devenidos mostruitos multicolores.

Le compré dos pitillos sueltos y le informé que me iba del país. No se mosqueó. Me despidió con la normalidad de quien ha hecho de los abandonos una cultura. Al final de cuentas, esa parecía ser su vida, un movimiento constante, un ver pasar a la gente frente a sí, a veces sin saludar, apenas levantando la mano para indicar esto, esto o aquello. Pagar y retirarse.

¿Cómo esta mujer podía querer conversar con los demás? ¡Somos el puesto callejero de Suderman y Masaryk que vende Marlboro de a peso! Lugar de paso, usufructuo mutuo, interacción secundaria, tres pasos sobre la acera.

Un instante.

Un banco a la espalda, la calle al frente.

Vivimos sin mostrarnos, comprando artefactos y minutos. Fumándonos el cambio.

¿Acaso hay personas en la anomia, digo yo?

Todas estas patrañas que yo creo para esta mujer eran arameo antiguo. Ella parecía tener una convicción irrefutable en cada instante en que dos ojos se cruzan. Ante sí, un intercambio de palabras explotaba sentidos y motivaciones que a mí me son ajenas aun hoy. Susana domesticaba la palabra.

Sólo así podía prolongar, como la veía hacer desde la distancia, los intercambios volátiles de una compraventa de un Marinela. Con ella, quien encendía un cigarro permanecía. Fumaba y dialogaba. En Susana debía existir una convicción que a mí siempre se me escapó, alguna confianza en la conversación como reveladora de las almas.

Algo de eso debí creer pues de lo contrario no se explica por qué cuando dí finalmente con ella le dije que pasara por la casa, que tenía algo para darle. Cumplió, a pesar de mi incredulidad estólida. Segundos antes le había asegurado a Charo que jamás asomaría y entonces sonó el portero.

La atendí en la puerta, hasta donde llegué con mi regalo, un paquete con 20 cajetillas de Marlboro que había comprado para que vendiera en su quiosco. Ella me había llevado un alebrije como atención. El sapo. Me resultó irónico —¿eso era yo, eso le decían mis breves intercambios orales?— pero lo acepté.

Ahora tendrás muchas nuevas conversaciones para iniciar —dije extendiéndole los tabacos, orgulloso, sintiéndome humano y singular.

Seguro, esperé que me diera lata, pero no hubo caso: yo no estaba hecho para hablar con ella como no lo estoy para soportar las peroratas de nadie. Por lo tanto, me devolvió una sonrisa tímida, dejó caer sus ojos de perro manso, se despidió deseando buena vida y la protección del Señor para Charo y para mí y se perdió por las escaleras.

Así nomás desapareció de mi vida —y lo diré de este modo, con gala y pompa— el último ejemplar creyente en el diálogo como principio básico de la humanidad.

***

Mientras contemplaba la jirafa verde, amarilla, azul y roja apoyado contra la puerta ya cerrada, escuché una risotada sarcástica de Charo desde el ventanal. Fumaba y contemplaba la calle y cuando me acerqué me indicó con la mano del cigarro hacia fuera. Susana había dejado, sin abrir, la caja de Marlboro en el tarro de la basura.

“Ahora tendrás muchas nuevas conversaciones...” Debí callarme la boca antes de traicionarme con palabras que no siento. La humanidad es estúpida, Casillas, convéncete.

Charo me quitó el alebrije de las manos antes de que yo lo estrellara contra el piso y lo redujera a polvo a puro pisotón.

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