Hablo conmigo mismo
CAPITULO 15
Durante sus primeros días en Madrid, Zapata halló en internet algo que atrajo su atención de inmediato. Un sitio narraba las peripecias de un médico psiquiatra director de hospital. El nombre del médico y su pasado remoto coincidían, pero lo más bizarro fue hallar a un homónimo, un tal Zapata, protagonizando un capítulo.
Como él, éste Zapata era fiscal en Argentina y tenía dos ayudantes, Orso y Portigliatti, como sus amigos y colegas. Sólo fallaban las coincidencias en un detalle: el texto decía que su viaje a Madrid tras El Fantasma había sido organizado con algún arrebato y apuro. Para Zapata, en cambio, nada podía estar más ordenado en su mente que el plan de captura de Esteban Sánchez Durand.
Decidió contactar al autor para quitarse la espina. Envió un email desde Madrid a Orso y Portigliatti para que realizaran las pesquisas. Dieron con él en Washington, DC. Era un periodista argentino radicado en Estados Unidos que había decidido novelar la historia de un pinchalocos desquiciado en internet. La escribía en el trabajo, robándole horas a su jefe y lo leían cinco tipos, pero a él eso lo hacía sentir bien.
Zapata decidió llamarlo cuando fuera madrugada en Estados Unidos. Cuando el otro levantó el teléfono, eran poco más de las 5.00 AM y se le notaba el sueño en la voz. Igual, Zapata no tuvo delicadezas con él. Poco afecto de por sí a la literatura pasatista, la mayoría de los escritos del sujeto, agrupados bajo el nombre común “La Vigilia, El sueño es eterno”, le resultaban pretenciosos; el resto era ininteligible.
La mala entraña se la daba la similitud entre su caso y algunos episodios de la novela, que parecían calcados, como si el tipo los escribiera husmeando por encima de su hombro o como si el mismo Casillas contase el cuento.
—¿De dónde sacó la información? —inquirió un adusto Zapata al autorcillo.
Al otro lado de la línea, la voz somnolienta dejó paso a una risita.
—No es broma. Puedo procesarlo —provocó.
La intimidación fracasó: la risita se hizo carcajada.
—¿Quién le dio los datos del caso El Embarcadero? —insistió el fiscal.
El tipo había caído ya en una risa profunda y Zapata infirió que no era fingida. Al cabo de largos segundos lo oyó toser para recuperar el aire. Cuando volvió a hablar, la voz seguía empastada pero el tono se había vuelto autoritario.
—Es puro invento, fiscal —dijo el otro—. Y esto es una locura, ¿cómo puede creer que voy a hablar con usted?
—Porque soy un fiscal de la Nación.
—No, usted es un chiste, salame —volvió a reir.
Zapata evitó enfadarse. Sin restar firmeza, intentaría persuadirlo.
—Mire señor, le voy a pedir que respete mi investidura judicial. Represento a la República Argentina en un caso internacional y, dado que no tengo jurisdicción sobre usted por estar en un país para el que no he solicitado vistas, pero por el simple hecho de ser un compatriota, deseo —enfatizó— solicitarle su colaboración. Por ende y nuevamente, ¿puede informarme su fuente informativa?
—Ninguna —desafió la voz—. Y si hubiera, invocaría mi derecho a no revelarla. Secreto profesional, che, como el de los curas y los médicos. ¿Vos no tenés, no?
El fiscal volvió a hacer omisión de la nueva burla. El tipo era un estúpido.
—Debo recordarle que es un caso de justicia que involucra delitos de lesa...
—Zapata, Zapata —interrumpió ahora—. Pará. No sigas que conozco todo: yo puse cada línea de...
—¡¿Usted planificó?! —se sobresaltó el fiscal.
—No, gil, esperá un poquito: yo escribo cada pavada que se te ocurre a vos. O que vos creés que se te ocurre a vos. No sigas, en serio. Te puedo contar cómo va todo. Hasta puedo detallar tu vida.
—Usted no puede hacer eso —encaró con severidad Zapata, celoso de su intimidad y comenzando a confirmar que lidiaba con un sujeto peligroso, quizá demente.
—Puedo hacer lo que se me canta, nene. Hasta puedo hacer que se te retuerza el estómago.
El fiscal sintió que las tripas se le revolvían.
—Có... Có...
—¿Ves?
—Es que estuve... —se ofuscó.
—Nada, no estuviste nada. ¿Qué tal si ahora te provoco, digamos, un pequeño desarreglo intestinal?
Zapata sintió algo de calor correr por su entrepierna.
—Caramba, no, es que yo...
—Sí, claro, vos bla-bla-blá cualquier cosa.
El fiscal intentó retomar la línea de diálogo buscando un por qué pero el otro no lo dejó hablar demasiado.
—Mirá, nene, lo que vamos a hacer... Lo que voy a hacer, porque usted no es nada, es terminar esto porque quiero volverme a la cama a dormir hasta las diez. Se lo voy a resumir todo muy claramente, fiscal —el énfasis fue sarcástico— Las cosas son así: usted es un personaje mío, una creación, no hay modo de que hable conmigo. Póngaselo en la cabeza.
—¡Pero estoy hablando con usted, cómo puede negarlo!
—¡Ya, viejo! Usted no habla con nadie: yo hablo conmigo mismo. Aun no sé por qué me sigo dirigiendo a usted cuando debiera contárselo a los lectores pero, mire, lo más preocupante de esto no es que yo dedique casi todo un capítulo a este absurdo. Eso de por sí es poco saludable pero más es que usted suponga real aquello que no es sino una idea mía. Y, sí, lo sé, peor es que yo converse con personajes imaginarios.
De nada valió a Zapata argumentar su condición soberana, aducir que su voz y no la idea de su voz era la que viajaba por el teléfono y que, si aun tenía dudas, podía demostrarle su humanidad —ahora sí— inculpándolo de una infinidad de cargos por su comportamiento evasivo y ofensivo. Obstrucción a la justicia, perjurio, desacato a la autoridad, ocultamiento de pruebas, complicidad para cometer crímenes...
Pero el tipo no movió una pulgada su posición.
—Zapata, por favor, acabe. Tengo sueño. Allá es casi mediodía, aquí es madrugada. Todo se resume a esto: yo existo, usted no. O mejor: vos existís hasta que yo diga, Zapatita. O mejor aun: ni siquiera hasta que diga, porque podrías interpretarlo como amenaza —se río—. Te lo voy a decir de este modo: yo sé tu historia al detalle, pavo, y vos tenés los días contados.
—¡¿Me está amenazando de muerte?!
—No, papá, de esas cosas se encarga Casillas. Yo sólo te acabo de acortar cuatro o cinco capítulos la existencia. Chau, pichi.
***
Los números rojos del reloj digital decían 5.41 AM. Tomó dos vasos de agua para matar la sed. Antes de volver a dormirse, Zapata se prometió evitar otro atracón en La Bardemcilla.