Fernández, Toma I
CAPITULO 7
Os diré la verdad. Verdad verdadera. Del mundo mundial.
Verdad grande como un piano. Como un piano verdadero del mundo mundial.
Casillas, el doctor Casillas, no es médico.
Jamás se tituló.
De hecho, no sé si alguna vez estudió.
Lo digo porque él lo dijo. Una noche. En La Esquinita. Había bebido demasiado.
Cubatas y píldoras, esa mezcla. Lo que a él le gusta.
Se burlaba de mí. Mucho. Siempre se burló de mí. Por mi modo de hablar. Seco. Cortado.
Me decía: “Usted habla como un telegrama. Usted es un telegrama. Un telegrama con malas noticias, Fernández”.
Y se echaba a llorar. No una, varias veces.
Pero volvamos al principio: no es médico.
Esto es lo que sé.
Nació en Sevilla pero su familia es argentina. Su padre le hablaba de vos desde pequeño. Su madre de tú, porque se adaptó.
Ella decía, me dijo él: “Donde fueres, haz lo que vieres”.
Y él se hizo andaluz por opción, primero. Luego, médico. ¿Por qué? No lo dijo.
Su padre le hizo conexiones para empezar a viajar. Marruecos, Túnez. Luego Sudamérica y México.
El padre estaba conectado. Ingeniero. Constructor. Mucho dinero. Marbella, esa cosa.
Casillas se afincó en Madrid hace doce años. Dijo que definitivamente. Con la argentina. Charo. Rosario. Esa mujer. Ella.
Ya tomaba píldoras. Aquí perdió el rumbo. Día tras día. Se hundió. Se hundió. Una pena.
Al inicio, una pena. Ahora es folclórico. No funciona sin ellas. Y para lo que hace, vamos, creo que es necesario...
En fin, me contrató. Ya era director del hospital. Me trató como a un hijo, confieso. En tres meses era su ayudante principal.
Me preguntaba todo. Y no sospeché. Que qué tal este tratamiento, que cómo veía a ese ingresado.
Primero pensé que me tomaba examen para confirmar mi valor. Luego creí que tenía toda su confianza: me dejaba administrar a mí. Directamente. Él sólo “supervisaba”.
“Supervisar”: se paraba tras las puertas y movía la cabeza. Asentía. Negaba. Se iba.
Se robaba unas píldoras del tratamiento y se iba.
Entonces comencé a sospechar. Y lo probé yo. Me hice el tontillo. A sabiendas, cometí un error de prescripción. Miró la orden y se fue. Volví a hacerlo. Cambié tratamientos, inventé síntomas, prescribí medicamentos inexistentes. Jamás dijo nada.
Cuando se lo iba a preguntar, él habló. La confesión, sí. En La Esquinita.
¿Que cómo fue nombrado director? No lo sé. Le mintió a la mesa. Nadie verificó. Quién sabe. Está aquí y ya, ¿no?
Lo importante... Después me pidió que lo medicara. Ansiolíticos y antidepresivos. Bolsas de energizantes. Azúcar. Y whisky. Mucho whisky.
Se dormía en la oficina. Desde siempre. Desaparecía de la casa. Charo, la mujer, venía a buscarlo. Me preguntaba a mí. Primero se cansó. Lo dejó. Volvió. Y llegó hasta aquí.
Pero esa es otra historia. Todavía tengo más para decir de Casillas. El doctor Casillas, vaya.
Ahora se prepara para la inspección anual. Un circo, un montaje. Electrochoque en abundancia para los chiflados y calmantes molidos en la comida. Una seda. Dormiditos.
Los inspectores se tragan el cuento.
No saben nada de los tratamientos especiales. Ni lo sabrán.
Los tratamientos especiales. Casillas empezó. Una porquería. Ahora los doy yo. Gozo. A pleno. Gozo.
Por eso no nunca quise denunciarlo. A Casillas, digo. Vamos, el hombre me dio una vida.
Poder.
¿Qué es el poder? Sentir que tu pecho mide dos metros de ancho cuando tomas aire.