Parada, Baires
CAPITULO 6
La casa era arena. Color arena. Dos ventanales altos y una puerta delgada con vidrios. Al frente, tres árboles. Muy Palermo, decía Charo.
La calle de adoquines era de las pocas que sobrevivían en el barrio. Yo nunca supe bien dónde quedaba la casa; Charo, sí. Obvio, vivió toda su vida allí y la heredó de su familia.
Llevábamos ya tres años viviendo en Madrid después de conocernos en Argentina. Pero ahora habíamos vuelto. Estábamos iniciando un derrotero prolongado. Creo que no viajábamos sino transportábamos miserias. Claro, eso lo digo ahora.
Entonces sólo eran viajes. Tras Buenos Aires, sumaríamos otras millas y distancias. Volveríamos a mi ciudad, luego iríamos a México y, otra vez, de vuelta a Madrid. En medio, yo viajaría a Bogotá, luego iríamos con Charo a Córdoba y otra vez a Buenos Aires, a arreglar papeles suyos. Un viaje de un par de semanas. Otra vez de regreso en Madrid, me quedarían algunos boletos más a Sudamérica: Santiago de Chile, Lima, Caracas y nuevamente Bogotá. Al final, Madrid, para final. Esta Madrid.
Hoy sé que mi vida es una maleta pesada y un pasaporte con mil sellos. Pero sin muchas memorias.
No sé por qué nos fuimos a vivir seis meses a Buenos Aires en pleno verano. La humedad puede ser espantosa y, más allá de la vida de cafés y las salidas por las noches, que no están mal, yo extrañaba Madrid. La carne es decente y el vino ha mejorado pero no conocen mucho de jabugos. Los jamones son herencia italiana, caros y ni siquiera ahumados. No hay pata negra, no conocen las bellotas.
Pero hay verde. Me gusta el verde. Salíamos a pasear con Charo por los bosques de Palermo. A mí me gustaba dejar ir la tarde mirando los peces de colores del Jardín Japonés. Es una tontería, lo sé, pero me apaciguaba. También me gustaba la Rural. Y el estadio de River, que no está mal.
Pero extrañaba Madrid. Siempre extrañé Madrid. Quería morir en Madrid.
Charo insistió con que probemos suerte con Argentina. Dale una oportunidad, me decía. Qué oportunidad, no me importa, respondía. Yo quería probar México, pero ella insistió. Me conociste en Buenos Aires de pasada, dijo, allí me enamoraste, tenés que conocer la ciudad que me crió. Tenés que conocer. Esa frase siempre estaba con ella. La tenía amarrada. Se la compró a alguien y la monopolizó.
Tenés que conocer. Así empecé con las pastillas. En Buenos Aires, de hecho. Vi a Charo tomando tranquilizantes en la casa. Un manojo de píldoras. Ella tenía problemas de lumbalgia. Yo era un solo problema mayor: cervicales, lumbares, el maldito hombro izquierdo, las piernas dormidas por mala circulación, nervios y tensión alta...
Estoy en la medicina y sé que estas tonterías no se hacen pero, vamos, quién no. Un día arrasé con su farmacopea. Elegí mis pastillas una a una y comencé el rito. No presté importancia a la mezcla con alcohol. El efecto secundario hasta ayudaba a olvidar.
Y yo tenía que olvidar. Y, en ocasiones, olvidar a Charo.
Cuando ya estábamos en Baires, como ella decía, el deterioro de nuestra relación no era evidente. Cuando estás en la caída te absorbe el vértigo y no piensas con calma. En algún momento sentí íntimamente que caminábamos la senda del no retorno, pero sacudí la cabeza y me olvidé. O tomé píldoras y me olvidé.
***
La vida en la casa era tranquila. Teníamos patio. Con parra. Cenábamos allí. A veces lo disfrutaba, pero la mayor parte del tiempo era un desquicio. El verano en Baires se te pega en la piel. Es denso. Insoportable. Como un chico que no puede salir de la falda de la madre. Se aprieta al cuerpo y no te deja mover.
Pero más allá de eso y de los mosquitos, acepto que no la pasábamos mal. Charo invitaba a algunos de sus viejos amigos a cenar. Siempre gays o una pareja de ellos. Buena gente. Divertida. Nos reíamos mucho.
Pero, tarde o temprano, yo entraba en mi estado. No sé cómo llamarlo, nunca supe. Así que le llamo mi estado. Me iba mentalmente a algún lado y una cortina blanca, un párpado, me cubría los ojos. Seguía viendo, pero estaba ciego, ¿me explico? No eran mis propios párpados, que seguían abiertos, sino que el manto eran mis ideas, que me aislaban. Entraba en la escafandra de Jacques Cousteau. Era un tiburón, ciego, listo para morder.
Pero allí no mordía a nadie. Me levantaba y me iba, dejando a las visitas preguntando qué diablos me ocurría.
Al otro día, me despertaba con el malhumor en el rostro. Charo ya sabía que no podía hacer nada. Lo aprendió en Madrid, la primera vez que me escapé.
Entonces, una mañana, también me escapé en Buenos Aires. Vagué por una ciudad que ni conocía, pasando la noche en los bares. Volví a los dos días y encontré en la casa a la comunidad homosexual de la capital argentina consolando a mi mujer. Ni los miré. Me fui a la habitación. Tomé una ducha rápida, me afeité y perfumé y salí al patio con la ropa mugrienta. Prendí un fuego en el asador y quemé todo. La ropa olió feo, como huele la sangre que arde.
Charo y sus amigos seguían dentro de la casa histéricos como lloronas. Fui a la cocina, tomé una manzana y me senté frente a ellos.
Le hablé directo a Charo, pero fueron los demás quienes lloraron.
—No soy quien crees —dije.