La Loca Estela
CAPITULO 5
Llegó a la puerta vestida de negro. Falda, camisa, sweater y zapatos. Quizá era una metáfora o era ella. Pero no tenía la vida demacrada: se la veía elegante y suave. Las arrugas del rostro eran pinceladas, no marcas. La mujer podía ser un óleo de colección.
Eso sí: la sonrisa había sido abatida por una guerra de nervios. Se caía, como si los músculos de los labios se hubieran cansado de sostenerle el espíritu. Había más cansancio en la mirada. Los ojos, negros y almendrados, llegaron desprovistos de voluntad. Se le notó en la voz.
—Vengo a internarme.
El guardia no supo qué hacer. La voz era suave pero el tono denunciaba decisión. Realmente le pareció que la mujer estaba loca, pero no esa clase de chiflado de hospital sino uno cotidiano, alguien exasperado por una neurosis 24/7. Se lo dijo.—Pero, ¿estás loca, tía? Que cómo que te quieres internar, si tú no tienes nada, vamos...
Ella insistió y el vigilante, al cabo, llamó a los médicos. Que había una mujer bien vestida que pedía ingreso. Que no tenía órdenes de nada, que no sabía que hacer en casos así, que no, que no parece loca, pero sí está perdida si quiere meterse allí. Que nada, que resuelvan ustedes, coño, que a mí sólo me pagan para estar en este cubículo de mierda vestido de azul francia.
Charo vio al médico asomarse a la ventana del tercer piso. Lo reconoció. El rostro se le volvió más amargo. Una tristeza profunda se le deslizó dentro de los huesos y le nadó la sangre y la saliva.
Hacía meses que no lo sentía cerca pero años que no lo veía de ese modo. El tipo se alzaba sobrio, alto. Seguía algo gordo, pero de postura firme. Más canoso y, también, con algo menos de pelo.
El guardia también lo miró. El médico hizo una seña. Podía entrar.
***
Charo es Rosario. Nació en Buenos Aires cuando no había dolor. Creció en Caballito, en una casona antigua con la fachada cubierta de madreselvas. En la calle, los árboles abrazaban las copas. Charo solía pasar el día correteando bajo el túnel verde.
La casa y barrio de Rosario olían a Expósito y Salgán. Ella lleva en la memoria el ruido de una púa y una voz pastosa. Es alta y espigada, como imagina que era Margó, la que ha llorado tanto.
Rosario no siempre fue Charo. Se volvió ella cuando conoció a Casillas en un congreso médico. Charo trabajaba de traductora y Casillas le puso el ojo. A ella le gustaron la mirada briosa y la firmeza de ideas y gestos de él.
Casillas no era un hombre atractivo pero tenía esas sensualidades brutales que vienen de los aromas. Las feromonas se inquietaron en un pasillo de maestranza del Sheraton Buenos Aires.
Rosario colgó a Buenos Aires en una pena y Barajas la recibió ya Charo. Tomó notas de las primeras ideas breves y se convirtió en la escriba oficial de Casillas. Tradujo del francés y el inglés libros de medicina, entomología y a Auster. Casillas amaba a Auster. Y a Shakespeare. En medio, nada más.
Los problemas entre ambos comenzaron a los tres o cuatro años. El médico se volvió reacio y distante. Agresividad viva. Ella tampoco era una borrega mansa. Casillas lo descubrió cuando un cuchillo se le hundió en el empeine del pie izquierdo.
Entre ambos hicieron pedazos un par de departamentos en Madrid y otro en México, adonde vivieron un corto tiempo, entre Monterrey y la capital. No corrió sangre en las separaciones en Buenos Aires. En Santiago, el escándalo asustó a los carabineros.
Cuando Casillas gastaba las calles de Caracas en un congreso de psiquiatras, Charo armó las maletas y lo dejó. Creyó que esa vez sería para siempre. Pero Casillas era insistente y controlador. Tres días después de regresar del viaje a Venezuela y Colombia ya había averiguado su refugio.
En sus tres fugas anteriores, en México, Argentina y Chile, ella había regresado. Esta vez no había vuelta, pero su amiga Trinidad la delató. Con toda seguridad, Casillas la amenazó y le sonsacó información. Trinidad le escribió confesando la doble deshonra, primero por develar su paradero y después por haberla engañado con su amante eterno tiempo atrás.
El desengaño de Charo podría haber sido cantado por Paquita La de Utrera pero no tuvo tiempo ni ánimo para mucho. Trinidad desapareció de su vida y Charo tragó la hiel. Pero si la vergüenza pudo con ella, no lo hizo con Casillas. El médico no le dio respiro. La atormentó por teléfono y le envió decenas de cartas y cientos de ramos de tulipanes.
Casillas hizo guardia día y noche frente al edificio de Silvela. Clamó a voz en cuello perdones, clemencias y gracias. Charo nunca fue indulgente, pero un día accedió a la súplica babosa del médico y su dedo apretó el intercom.
La convicción del médico quebró su resistencia, pero Casillas vivía su propio mundo. Convencido de que el perdón era un merecimiento y que violencias, engaños y penumbras eran recuerdos volátiles como los suyos. Negaciones necesarias, polvo en un mueble: un soplido y se dispersa.
Una vez recuperada la mujer, el médico volvió a la distancia y el menoscabo. Charo ya no tenía fuerzas para mucho. Languideció primero y se desmoronó después. Empezó a perderse de a poco y a resucitar a menudo. Salía apenas de las nubes grises del dopaje para ver la sonrisa agria del médico y volver a él. Las pastillas, que nunca habían escaseado, se hicieron habituales. Antidepresivos, calmantes, energizantes. Vino y Whisky. La comida se limitó al mínimo para sobrevivir. Se ajó.
La última vez que escapó, armada de los restos de su humanidad, Casillas estaba en un congreso en Lima. Logró ocultarse por cinco meses en Córdoba. El rastreo de Casillas fue incesante pero infructuoso porque no la halló. La pista se perdió en Buenos Aires, mucho antes de llegar a las sierras mediterráneas.
Como inútil por resultados, la pesquisa fue innecesaria por definición. Un día Rosario dejó Córdoba y regresó sola como Charo a Madrid, se plantó frente al guardia del psiquiátrico y miró a la ventana del tercer piso.
Él le hizo una seña. Podía pasar.
No veía los ojos de Casillas a la distancia pero presentía el tesón de su mirada hueca. Dio un paso y entró al hospital dejando en el adoquín su vida. Rosario, que fue Charo, vistió las ropas de Estela.
AGRADECIMIENTOS: A LOS LECTORES MARTA GARCIA PUIG Y RAFAEL S. (ESP), ANA LIA WEILLER, PABLO URRANDABURU Y EL VISITANTE INVISIBLE (ARG), TERESA ROLDAN Y EL AUTOCRATA ESCUALIDO (VEN) POR SUS APORTES Y PRECISIONES