Hilos de coser
CAPITULO 4
La memoria pende de hilos. Cuando recuperamos recuerdos del olvido, jalamos de ellos. Pasamos de las leves babas de una telaraña que tiramos con la suavidad de un hada a hilos de gusano de seda, hilos de coser, tirantillos de algodón, cuerdas de chorizo y, ya más sólidos, tirantes de todo grosor y hasta jarcias de amarre.
La memoria nos juega a las escondidas. Mis recuerdos suelen merodear lugares oscuros. Tienen formas y comportamientos que aprendí a identificar. Me miran asomando la cabeza tras las medianeras. O los tomo yo por sorpresa, tirándoles de los tobillos o la cola que siempre les sobresale bajo una cama o una mesa.
Mis recuerdos son niños y animales. Unos u otros. No importa si refieren a filosofía, un olivar andaluz o las vidrieras de Zara en la Gran Vía. Niños y animales.
¿Por qué? Porque construí esas imágenes de pequeño. Si los crease ahora, serían... ¿Cómo serían?
Lo importante es que mis recuerdos, cuando son humanos, tienen siete u ocho años de edad, el pelo cortado al ras, botines pesados, calcetines y pantaloncitos cortos. Clacetines azules y pantaloncitos cortos grises. Con tiradores.
Mis recuerdos niños son rubiecitos y flacos. Usan camiseta a rayas horizontales azules, rojas y amarillas. La camiseta está sucia con tierra y caramelo. El recuerdo vive con los mocos colgando de la nariz. Está siempre a punto de comérselos. La frontera de su cara son dos cachetes rosadísimos. La cara siempre está mugrienta. Mi recuerdo no habla. Me hace señas.
Cuando lo atrapo, se deja traer. A veces lo tomo del tobillo y lo jalo sin mucho esfuerzo. Casi nunca se resiste. Se pone de pie y me mira sin decir palabra, jugando con los mocos, a la espera de que haga algo con él. Quizá quiere que le de una orden o que le hable, pero no hago nada. Nada más lo contemplo. ¿Qué podría decirle si es una abstracción?
Es más sencillo cuando son animales. Se parecen a una zarigüeya asustada, fácil de cazar. Nunca se defiende. La tomo de la cola y la bestia se entrega. Y tiembla. Mis sueños zarigüeya tiemblan.
Para llegar a ellos primero tengo que empezar a jalar de las cintas. Una por una, en orden de consistencia. Telarañas. Gusanos de seda. Hilos de coser, de algodón, de yute. Grandes cuerdas.
Así quedan frente a mí. Una vez que los tengo no los suelto. Acaricio al niño y a la zarigüeya. Quiero que ellos me digan algo.
¿Por qué le estoy contando esto a la junta de médicos?
***
Fernández me acorrala en el pasillo. Me sacó a los empujones de la sala. Me resistí. Le tiré un golpe pero lo esquivó y casi le doy a Klotberg, uno de los cirujanos. Me asaltaron el anestesista González y Moragas, otro cirujano, y así me contuvieron.
Fernández aprovechó y me inyectó. ¿Qué me puso ahora? ¿Él me da las pastillas cada noche? Estoy mareado otra vez. Otra nausea tras otra. El tiovivo me descentra. Quiero vomitar pero no tengo nada en el estómago. No he comido. ¿Por qué no tengo hambre, o sed?
—No vuelva a hacer eso —dice a Fernández, enfático y prepotente pero sin levantar la voz
—¿Quién se cree? Soy el director del hospital. No debe hablarme así.
—¿Por qué volvió? —insiste con la reprimenda— ¿Quiere que nos descubran, que todo se termine aquí?
—Fernández, no sé de qué me habla —respondo cada vez más atolondrado por el vahído—. Usted no debiera... Soy... Uf, creo que voy a desmayarme otra vez.
—No —me cachetea—. Dígame dónde está la caja.
—Hijo, no sé de qué estás hablando —me voy a caer; Fernández apenas si puede sostenerme; me voy a caer.
—La caja con sus escritos, Casillas. La que trajo de México. La que tiene sus notas de Sudamérica. ¿Está en su oficina o la tiene La Loca Estela?
—Estela —balbuceo—... Charo... Un regalo de papel rojo... La enfermera, ¿cuál es el nombre?... Mi Mercedes Benz... La muerte en los pulmones... “No vivas mi pasado, hijo”.
Uff. Caigo.
***
Fernández desnuda al Doctor Casillas y lo acuesta en el sofá de su oficina. La enfermera del pasillo le ayuda con los zapatos.
Casillas está en duermevela. El cuerpo quiere irse al fondo del sueño pero la mente lo retiene en el hospital. Mira a través de la leche espesa que le cubre los ojos. Ve dos cuerpos blancos informes moviéndose con prisa.
Quiere decir algo pero tiene la boca pastosa, como a la mañana, y mucha sed.
Antes de caer en otro profundo sueño, siente el calor de un cuerpo cercano. Alguien se acerca demasiado. Un beso le toca la frente. Es suave. ¿Fue Charo? Huele a Burberry Touch. Burberry Touch. ¿Acaso es la enfermera bonita, la del pasillo y el cuarto 2012? Casillas quiere abrir los ojos. Es imposible. Le pesan. Como si tuvieran encima un contenedor con escombros.
Ahora escucha un papel que se desgarra y al cuerpo blanco informe cerca de él tirando de algo rojo. ¿Es el papel del regalo?
Al día siguiente, al despertar, encontrará la copia de “Timbuktu” a su lado. Se despertará abrazado a ella. La dejó la enfermera. Tiene una dedicatoria: “Siempre estaré para tí”. No hay firma.
El accidente del Mercedes. El libro de Auster saliendo de la envoltura. ¿Se estaban ordenando los recuerdos? Vienen a la memoria de Casillas los peces de antenas fosforecentes y Jacques Cousteau. ¿Estaban sus hilos de coser rescatando la memoria de la fosa abisal de su mente?
Podía ser. Pero aun no estaba preparado para ciertas revelaciones. Y así no lo deseara, serían inmediatas e insufribles.