lunes, 30 de junio de 2008

No vivas mi pasado

CAPITULO 3

(...)

Mis colegas gritan. Estoy dentro de una escafandra, como flotando en un aire pesado, acuático.

Me siento Jacques Cousteau.

Glu-glu-glú. Miggen como nado.

Amigos, este es el fondo del océano y ahogga veggemos un pez con antenas luminiscentes que nada en la oscuggidad absoluta. ¡No tiene oggos! ¡Qué maggavilla, qué maggavilla!.

(...)

Resulta que el pez, además, soy yo.

Un pez gordo. Pero no un pez gordo literario. Literalmente, un pez gordo. Porque estoy hecho un cerdo. Soy el pez cerdo de Jacques Cousteau.

Un pez cerdo encerrado en este cerebro que es una nadería, un todo oscuro.

Un agua negra.

Fosa abisal.

Glu-glú.

(...)

Otra vez estoy desdoblado, joder. Cousteau afgancesado y el pez abisal:

Y fuegga de esta pecegga de vidggio invisible donde me enceggggé nadan estos médicos. Son llamados peces payasos. Cuando convegsan, abggen las boquitas como tiggando besitos y mueven las aletitas que salen de las mangas de sus delantales blancos.

Glu-glú.

(...)

Ahí está Fernández. Y González, el anestesista. Méndez, Moragas y Klotberg, los cirujanos. ¿Qué mierda hacen tres cirujanos en un psiquiátrico? Lobotomías, qué van a hacer. ¿Para qué, si los locos no hacen daño a nadie? Están la mayor parte del día empastados, haciendo ferrocarriles de babas en los pisos, rompiéndose la crisma contra las paredes.

No tienen nada que decir, nada que hacer.

(...)

Me miran como si estuviera muerto, pero estoy vivo. ¡Vivo!

Con esta escafandgga invisible nadie me escucha. Estoy en un océano aéggeo de silencio. O sea que, si nado, vuelo... Hummm... Soy un pez ceggdo voladogg.

(...)

El anestesista es otro que no se justifica. A los locos les das tres pepas y están en las nubes de Valencia. La anestesia es cara. Un agujero presupuestario. A González habría que despedirlo. Que se busque un hospicio o una clínica de minas.

¿Dije minas? ¿Por qué hablo argentino? ¿Y por qué sé que los argentinos dicen minas? ¿Qué otra mierda de jerga hablo yo, carajo? Ahí está: carajo...

(...)

Cousteau, hablar argentino... Qué ostias...

En algún momento podré ordenar... Ordenar esto. Mi cabeza ahora es como un cajón de oficina revuelto. Hay lápices, bolígrafos, una foto en pedazos, un dulce con pelos y pelusas...

(...)

Me duele. La cabeza, digo. Palpita.

Si ggealmente tuviese una escafandgga, al menos no escuchaggía este gggiteggío. Los peces se escuchan bien en el agua pggofunda, peggo los humanos sentimos las voces como envasadas a la distancia. Hablamos con globos y nuestggas palabggas viajan envueltas en aigge. ¡Seggía tan diveggtido vegg esas palabggas de buggbujas!

Dicen tanta tontería, hay tanto blablerío. Payasadas. Besitos de pez payaso. Todos, incluida la otra media docena de médicos, boquean besuqueando el aire.

Chub-chub ellos y glub-glub yo.

(...)

No entienden que estoy despierto. ¡Eh, gilipollas, que estoy despierto!

¡Des-piegg-to, merde!

No lo saben. Ven mis ojos abiertos pero creen que estoy inconsciente.

¡Son las píldoras, idiotas! ¡Las píldoras son mi escafandgga! ¡¿Para qué son médicos?!

Oh, no... Ahí está el tonto de Fernández con las paletas del electrochoque... Aquí viene otra vez...

(...)

Estas cosas provocan los barbitúricos. A mi edad, más cerca de los setenta y el sobretodo de madera, pastillas y whisky es de idiotas. Pero si empecé con ácido y cocaína a los veinte, qué coño esperas...

(...)

¡Flashback! ¡Flashback!

Acaba de surgirme esta frase: “No vivas mi pasado”.
Y, como si corriese un velo —
como si corriese un velo, qué cliché—, sé el lugar exacto y sé quién me la dijo y sé en qué circunstancia.

Fue así:

Entraba a Madrid por la M30 volando en el C3. Me encanta la velocidad. En carretera, sobre todo. Si no tengo tránsito, mi plan: uno) bajo las ventanillas; dos) acelero a fondo; tres) deténganme o dispárenme.

No temo ni a los policías escondidos. Si hay, al diablo. Infracción, pago y ya. Un director de hospital no gana muy bien, y menos en un psiquiátrico, pero yo soy un caso particular. Por mi historia. Por mi pasado.

“Pasado”. Me provoca eso. Tantas veces he dicho la palabra y, sin embargo, cada vez que la escucho, desde aquella vez, me puede el sarcasmo. Es un movimiento doble: primero me tienta y luego me hastía. Me río y me molesto. El “pasado”, puesto en mi boca o en la ajena, me da cosquillas. Primero me deja rojo de risa como un piquillo y después me deja rojo de ira como otro piquillo.

Me cago en el pasado, entonces.

Todo esto sucede desde que mi padre murió a centímetros de mis ojos. Fue un asquete. Una porquería. Ya verán por qué.

Moribundo, yaciente en su camastro viejo en Segovia, me tomó del brazo con fuerza. No me resistí. Yo sabía que se moría y anticipaba su último gesto.

Cuando me tuvo a un palmo, el viejo abrió la boca. Hedía. Los muertos huelen anticipadamente. La muerte les precede, por lo general, con un aroma pastoso, a harina mojada. Sucede que la muerte no viene por nadie ni presencia nada. No es cierto que La Parca espera de pie vestida de negro y con la guadaña como bastón. Que mira y llama al yaciente y que éste le obedece. Nada de eso: La Parca está dentro nuestro.

Algunos la tienen en los huesos, otros en la lengua o el cerebro. Hay quien la lleva en la espalda y el pecho y, qué mala imagen, en los ojos.

Para otros, como mi padre, La Parca está en la mierda. La de mi padre es una muerte anal. Cuando hablaba de ella, refiriéndome al pasado, siempre me reía diciendo que tuvo una muerte del culo. Ahora, en Segovia, llegados a este momento, La Parca se desperezó, se bañó en porquería y se escurrió por el colon y los intestinos de mi padre. Al final, tomó aire en sus pulmones y salió como un latigazo cuando el viejo abrió la boca.

Por eso, así hayas crecido en una sacristía y tu vida sea un canto a la santidad, tus últimas palabras olerán. Ruega que no sean fétidas.

Las de mi padre lo eran y mucho:

No vivas mi pasado —dijo el viejo.

Dejó el olor vomitivo flotando frente a mi nariz, cerró los ojos, aflojó los dedos y adiós.

Lo odié. Entonces, antes y después. Todos odiamos a nuestros padres con alguna intemporalidad pero en mi caso fue así siempre. Y lo execré sobre todo en ese momento.

Yo había terminado recién la carrera de medicina y fui a Segovia en su hora última. Verlo sucumbir fue un tratado de histología completo. Aun hoy podría recitar de memoria la sucesión de músculos que desaparecían, de noche y de día. El cuerpo del viejo se consumía desde dentro. Se secaba. Mi padre tenía cáncer. Se desintegró como plástico caliente.

No me importó entonces ni me importa demasiado ahora. Excepto por las consecuencias. Por el acto final. Sucede que el viejo se las arregló para irse y que no lo olvide. Fueron las palabras del final. Por mucho tiempo creí que lo hizo con intención. Eso de acercame hacia él... El asunto es que me habló directo a la boca y la exhalación nauseabunda me entró por la traquea.

¿Comprenden a qué me refiero? El muy hijo de putas me metió la muerte en el cuerpo. Me la encajó en los pulmones. Por eso odio el pasado.

***

Ahora, todo lo que sucedió después... Eso que pasó luego de la muerte de mi viejo sé muy bien que no es su culpa. La responsabilidad es mía, sí. Pero aquella fecundación en la extremaunción me ha funcionado desde entonces como la excusa perfecta.

Pongámoslo así: fue por La Parca que hice cuanto hice. Ella me empujó. Desde dentro. Al final, todo remite a ella. O sea, buena parte de mi vida es el tanathos expresado.

Fue así en México y en Caracas. Y en Bogotá. Y en Lima, y en Santiago y en Buenos Aires y en Córdoba. En todos esos viajes y estadías. Y ahora, aquí, en Madrid.

El lugar donde elegí morir. “¿El lugar donde elegí morir?” ¿Por qué dije eso?

***

La carrera por la M30 duró hasta los primeros cinco kilómetros dentro de la ciudad. Se entiende: domingo, invierno, poca circulación. Ni los policías querían detenerme. Se les congelarían las manos sólo por golperme el vidrio para informar la infracción.

Vos también —¿he dicho vos?— estabas helada. Comprensible. Mis locuras no son las tuyas. Pero es mi auto y son mis reglas. Y si no querías sufrir por las ventanillas abiertas, podrías haberte quedado a pasar la noche en Segovia. Viniste, mis reglas. Si tenías catarro o neumonía... Todos somos adultos. Sabemos lo que decidimos.

Bajamos con el auto cerca del Paseo de la Virgen del Puerto y el GPS avisó que Cuesta de San Vicente estaba despejada. Quería mostrarte los Jardines de Sabatini desde el paseo, desde Bailén. Y luego quería que vieras cuán café se volvía Campo del Moro cuando arreciaba el invierno, como esa tarde.

Pero no querías saber nada de nada. Estabas molesta. Por el viento helado que entraba por las ventanas bajas del C30 y por antes. No me lo dijiste, pero sé que mis palabras fueron duras. No dormiste bien. Te oí moverte toda la noche. Fuiste al baño varias veces. Sistitis, dices tú. El frío, digo yo.

Para cuando tomé por Cuesta de San Vicente ya íbamos a los gritos. Yo queriendo Sabatini; tú, la casa. ¿Dónde estaba la casa? Yo pidiendo más frío en el rostro, más cuchilladas en los pulmones; tú clamando por calefacción y un té de jazmín con miel y limón.

Me sostuviste el volante cuando quise doblar para irme hacia Bailén y ahí perdimos todo. La dirección, la cabeza, el sentido. El auto se mantuvo recto y siguió enfilado hacia la Plaza de España por unos metros hasta que le pegó a un taxi por detrás. Ahí giró, nos golpeó de frente el auto que nos seguía y volvimos a girar. Un tiovivo interminable: una, dos, tres, dos mil vueltas.

Nos detuvimos sobre la acera, a más de trescientos
metros de donde comenzó el derrape. El Mercedes ya no era mi auto nuevo. Un humo negro y agrio salía por el capó, doblado como un papel, y la bocina había quedado bloqueada. Era un bochinche irritante. Yo tenía la cara dolorida por el golpe del airbag y el pecho caliente por el tirón del cinturón. Ni sé cómo estabas vos —¿otra vez dije vos?. Cuando miré, no estabas a mi lado, sino caída en la acera.

Quizá golpeamos muy duro, quizá tu cinturón no funcionó o quizá tú misma abriste la puerta para bajarte. Como sea, estabas muy asustada e hiperventilaste. Creo que te dio algo en el pecho
porque salía sangre de tu boca. Mucha sangre. Demasiada sangre.
Soy médico: era una hemorragia.

Y en ese momento, lo juro, la ví. Por primera vez, cumplí con el estereotipo: La Parca estaba junto a tí. No estaba dentro de mi pecho. ¿Sentirla incorporada a mi cuerpo por el beso del aliento de mi padre fue una fantasía? Quién sabe, qué importa.

Importa haberla visto de pie junto a tí como la ví. E importa que ella me vio a mí. Hombre, nadie ha visto la cara de La Parca. Eso de que es huesuda, vamos, es una burrada. Tampoco yo la he visto. Pero sí ví su mano y el dedo índice huesudo señalando. Y la seguí con la mirada.

Te señalaba a tí. La indicación era una demanda. Te quería. Te exigía. Y me lo decía a mí.

No debí hacer mucho. La escasa gente que había en la calle estaba aun a la distancia. Un par habían llegado a la carrera y socorrían al taxista que tuvo peor suerte porque su auto se reventó de frente con un Seat Ibiza. Aun no se escuchaba ninguna sirena de paramédicos o policías.

Tenía el tiempo suficiente.

Nadie me vio tomarte la cabeza y torcerte el cuello. Sólo La Parca. Pero ella no cuenta. Tampoco mi padre, que ha de haber estado mirando, pues sus palabras me asaltaron en el preciso instante en que sentí el “clac” de las vértebras rotas.

“No vivas mi pasado”. “No vivas mi pasado”.

***

¿Doctor Casillas?

La voz es de la enfermera del pasillo.

¿Doctor Casillas?

Estoy bien —reacciono.

Intento ponerme de pie pero un mareo intenso me tumba otra vez. No reconozco el lugar. No es la sala de médicos, ciertamente.

Lo siento —el tono de voz de la chica es respetuoso o atemorizado—, sé que no debemos ocuparla, pero sólo estaba libre esta cama y estando usted inconsciente...

Me lleva el diablo: estoy en una habitación de chiflados. La 2012. La más despojada de todas. Tiene el camastro, donde estoy yo, una silla, que ocupa la enfermera, y una mesa de latón. Es una mesa helada. Insoportablemente helada, y, claro, me gusta. Sobre ella hay un paquetito. Parece envuelto en papel para regalos.

¿Dónde están los médicos? —me incorporo finalmente con algún esfuerzo—. La reunión...

El Doctor Fernández lo reemplaza.

Fernández. ¿Qué otra cosa esperaba? ¿Acaso no era ése su plan?...

Fernández es un niño. No puede dirigir esto. Ayúdeme.

La chica pretende hacerme desistir. Quiere darme explicaciones. Le digo que las explicaciones y las órdenes las proveo yo y que no necesito darle las primeras y sí que obedezca las últimas. Lo entiende sin dudar.

Déme mi ropa, por favor —¿acaso ella me desnudó para ponerme la bata?—, y acompáñeme hasta la puerta. Luego seguiré solo.

Soy firme y terminante y no dudo de que volverá a obedecer. Pero antes me pide un segundo. Va hasta la mesa: toma el paquete. Entonces, sí, vuelve a la cama y me acerca la camisa y el pantalón.

Y el paquete.

Efectivamente: estaba envuelto en papel para regalos. Fondo rojo, rombos amarillos.

Es para usted —dice la enfermera, y desaparece.

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