lunes, 30 de junio de 2008

Andalucía, Burberry, sudor

CAPITULO 2

En la sala están todos alborotados. Fui recuperando algunas ideas y memorias en el camino que une los pabellones. El pasillo del hospital es tan extenso que permite perderse en las nubes de ideas mientras unes un ala y otra. Es un camino pavimentado de mosaicos blancos y negros y bordeado por las muy clásicas paredes anchas de las clínicas, pintadas una y otra vez, mano sobre mano.

Por momentos me sentía Sísifo, pues subía mis memorias pesadamente a la espalda, que seguía doliéndome. En otros, los recuerdos llegaban jalonados. Parecían haberse radicado en Tanger. Tanto tiré que los pasé por el Mediterráneo, los arrastré por el pedregullo de Andalucía y entraron a Castilla con tierra pegoteada y humedad salada. Hay recuerdos que cuestan más que otros. Algunos hasta tienen sabor.

Salado. Así era el primero que capturé. Lo traje a la rastra de Melilla. Estaba yo jugando con un camión pequeño de madera, con neumáticos de caucho. El caucho olía a goma, pero sabía a sal. El recuerdo iniciaba conmigo moviendo el juguete por el piso de cemento de la casa de mi abuela, en Sevilla, y terminaba conmigo mismo, pero desdoblado: por un lado, lamiendo las ruedas del camión; por el otro, viéndome hacerlo, desde arriba, como si fuera un adulto. El niño que me miraba lo hacía con temor: parecía que supiera que lo castigarían por lamer un juguete sucio.

Pero no recuerdo que me golpeasen cuando pequeño. Más bien, pienso ahora, tuve una infancia tranquila y alegre. Vivía corriendo por las calles de Córdoba. Me sabía de memoria la ubicación de los edificios moriscos y entre qué calles se alzaban las iglesias católicas. Más de una vez, durante las siestas abrasadoras, me divertía dibujando mi nombre con orina en el piso del patio de alguna mezquita. Me gustaba escaparme a las afueras a robar aceitunas y uvas.

El segundo recuerdo fue del hospital. Quizá lo motivó el pasillo, pues ocurría allí mismo. Y era breve, muy fugaz. Una enfermera, jovencita y liviana, de cabello castaño, apenas sobre los hombros, caminaba en dirección contraria a mí (o a quien miraba). Al pasar a mi lado, sonreía. Era una de esas sonrisas, si me entienden. O bien pícara, o bien diciente. Qué era qué no lo sé.

¿Acaso tendría algo con ella? No tendría más de veintitantos años y, por lo poco que nos dejan ver los sueños, sé tres cosas: sus carnes están en el sitio indicado y en abundancia, no tiene ningún pudor en usar un escote donde un clavadista podría entrar de cuerpo entero y huele a Burberry Touch.

Bien. Ya he acomodado algunas cosas: soy andaluz o viví allí mi infancia —por ende, soy andaluz. Me gustan los sabores mediterráneos; he de conocer Tanger, Ceuta y Melilla. Me enloquecen las mujeres. Las más jóvenes me provocan placer morboso. Puedo reconocer el Burberry Touch sin pensarlo, así que lo he comprado, regalado o al menos olfateado a una proximidad muy inmediata y más de una vez. No se aprenden los olores de las mujeres con un paso simple y llano.

Pocos metros antes de la sala de médicos supe algo más: mi pérdida de memoria era en extremo breve y reciente, una o ambas cosas a la vez. (¿Acaso así era “Memento”?) Era previsible. Si antes hubiera olvidado todo y por demasiado tiempo, ya me habrían despachado del cargo. A Fernández se lo notaba molesto pero podía ser por diversidad de razones. Por mi pérdida de memoria, por supuesto. ¿Porque tomaba demasiados barbitúricos y quizá por algún tiempo prolongado? También. O quizá sólo porque deseaba mi puesto, o era homosexual, o tenía celos de que me acostase con La Loca Estela (¿lo hacía? ¿o se llamaba Charo? ¿qué hacía ella allí?). O quizá me odiaba, o puede que sintiese pena de mí. O tal vez me quería y no podía comprender mi entrega a la decadencia progresiva, siendo un tipo tan inteligente. (¿Creo eso porque estoy convencido de que así es o deseo convecerme de que soy brillante?)

Cientos de razones. Pero estaba misteriosamente seguro de que mis recuerdos se iban y volvían en el mismo día. Como si salieran a dar un paseo por la noche, liberados de mí, y regresaran en el transcurso de la jornada, cansados, a gatas, cruzando el Mediterráneo desde Ceuta, oliendo a Burberry o sabiendo a sal. Como en esas publicidades de la televisión en la que los electrodomésticos tienen fiestas cuando la familia apaga la luz de la casa. (¿Cómo será el juego de seducción entre un tenedor y una cuchara? ¿De qué modo será el sexo para una tostadora y el procesador de alimentos? Seguro que nada bueno: en la televisión los perros de la casa terminan siempre asustados.)

¿Y qué demonios hago yo recordando un corto en TV cuando tengo a mis colegas listos para despenarme? ¿Qué hago aquí, además? ¿De qué vamos a hablar? ¿Los cité yo o querrán compartirme algo? ¿O ya no quieren compartirme sino partirme, verme partir, destazarme, hacer tasajo? ¿El rostro de Fernández en mi puerta anticipaba esta reunión? ¿Qué pastillas tomo que provocan esto? ¿Quién receta?

En el instante previo a abrir la puerta —en el vidrio esmerilado está escrito “Sala de médicos” con letras blancas— escucho deliberar a viva voz del otro lado. Ahora ríen? ¿De qué? ¿De quién? ¿De mí? Vuelven los gritos y las risas. ¿Cuál es el objeto, quién su sujeto? No quiero saberlo, lo necesito. ¿Han experimentado la necesidad como sensación? Es un ejército de hormigas que sube velozmente por el tracto de ventilación. Las patitas traen el calor infernal a todo el cuerpo. Se te ilumina la cara como un semáforo y un sudor helado sale de los huesos y perla la piel. Se te eriza la pelusa del cuello.

Brrr.

Así debe ser el último segundo de vida antes de que el camión te arrolle.

Abro.

Apenas giro la perilla y me presento de cuerpo entero, la sala se congela. Esto no está bien. Aquello de necesitar-enterarme-de-lo-que-sea me gusta menos que nunca. El vacío incómodo que ocupa el aire se ha deslizado también a mi cabeza. No es confortable. Dos vacíos intersectados son implosivos.

Voy a decirlos algo. Saludarlos.

Envío una idea desde el cerebro. Pienso que envío una idea desde el cerebro.

No llega.

Me restrego la mano derecha, cierro el puño.

***

Lo intento otra vez. Fuerza, idea. No. Insume más esfuerzo idear la idea que comunicarla. Mis labios no se mueven.

Mi diestra está húmeda. Ahora no tengo fuerza en la siniestra.

Vamos, otra vez. La idea. La idea es...

Cuando miro mis manos veo un fondo ceniciento.

La idea es...

Me desvanezco.

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