lunes, 30 de junio de 2008

Casillas

CAPITULO 1

Desperté atragantándome con el aire, como si resucitara. Lo primero que vi fueron las molduras del techo. Nunca les había prestado atención. Eran como gusanitos blancos.

Intenté incorporarme. Me costó. Sentí la espalda cargada, como si todo el cansancio universal se hubiera depositado sobre mi lumbalgia. Di media vuelta y descubrí que no sólo no manejaba bien las piernas ni las manos; tampoco controlaba los labios. La saliva me resbalaba de la boca, como una canilla perdiendo agua. Un largo hilo de baba unía el piso y mis labios.

Sentía pesadez, náuseas. Debería dejar los somníferos. Pero, ¿cuándo los tomé? ¿Quién y en qué momento me los dio?

Despertarse nunca era fácil en ese hospital. Un neuropsiquiátrico es cualquier cosa menos un lugar apacible donde la mente puede hallar reparo o resguardo. Allí fuera creen que aquí internan a los locos para recuperarlos. En realidad, es para que no jodan en la calle. Los locos suelen desnudarse en público y parece que eso incomoda.

Una vez aquí, se desatan más que nuncan. Si no les enchufan tranquilizantes hasta con supositorios se ponen incontrolables. Pero, al final, la mayor parte del ruido no viene de la locura.

Los ruidos, aquí, sacan de la vigilia. Son iguales que en todo hospital pero más tenebrosos. Una bandeja de aluminio que cae al piso de cerámicos hiela la sangre. Los guardias escuchando un partido de fútbol en la radio y gritando un gol sobresaltan. Un loco que aúlla puede erizar los nervios. Sólo el enfermero que lo persigue a los gritos te calma un poco, y eso porque sabes que pronto acabarán los alaridos del psicótico. Pero antes deberás esperar a que ese mismo enfermero y sus socios lo apaleen. Todos, cuerdos e insano, unidos en un desacompasado y único coro de gritos. Y arriba, se acabó tu descanso.

Me dormí temprano. Vestido. Huelo a ayer.

Ahora estoy sentado en el piso sobre mis talones; parece que orase a Alá. Mi pantalón está desabrochado, no llevo los zapatos puestos y me falta un calcetín. El vello cano de mi pecho se está llenando de las babas que antes caían a la moqueta. Mis labios siguen sin poder detener el líquido.

Limpio los hilos de agua con la manga de la camisa. Tengo los ojos, la boca y el pensamiento pastoso. Mi aliento carga el aroma de la jaula de un león.

Todavía me estoy recuperando, con la mirada recorriendo el cuarto, cuando entra el doctor Fernández. Se queda de pie junto a la puerta abierta; detrás de él, dos enfermeros. Me estudia y menea la cabeza. Tiene el rictus del desprecio en el rostro. O me odia o se ha resignado. Soy así. No hay consejo, tratamiento ni píldora que me ayude.

¿Por qué estoy aquí? ¿Qué hago aquí? —pregunto, y sé que lo he preguntado muchas veces.

Fernández se queda en silencio. No piensa una respuesta para mí. Piensa en otra cosa. Qué hace él allí. Por qué no se va a su casa. Por qué no deja este loquero que apenas le paga para vivir. Por qué parece de sesenta cuando no tiene más de cuarenta y cinco. Todo eso se pregunta Fernández.

Me señala la puerta entreabierta. Sobre el vidrio leo “Dr. Casillas”. Y más abajo: “Director general”.

Entonces entro en la realidad cayendo del cielo a cinco mil kilómetros por hora. Soy el director del hospital, no un loco. Al menos, no uno oficialmente hospitalizado. Mi sueño se despedaza en el piso y mi conciencia levanta polvo de la alfombra. Qué papelón, Santa Madre de Dios. Qué he hecho. Tengo tanta vergüenza de mi mismo que no puedo mirar a nadie. Siento los ojos de Fernández y de los enfermeros pinchándome la nuca. Mantengo la cabeza gacha. No quiero levantarla. Mi cerebro me dice: “Salva el honor, renuncia; salva el honor, renuncia; salva el honor...”.

Me tomo la frente. Inhalo (responsabilidad) profundamente. Exhalo (culpa) en un soplo largo.

Dénme cinco minutos, por favor.

Tiene tres —me replica Fernández, inconmovible.

Tengo tres. No discuto. Lo he agotado. Los he agotado. A todos. No sería extraño que un día me tomen definitivamente por loco y me cambien de pabellón. De jefe a interno. De cuerdo a chiflado. El doctor Casillas convertido en Casillas a secas o El Chiflado Casillas.

Fernández y el séquito se van. Me incorporo. Estoy muy mareado. Tengo náuseas y muchas ganas de vomitar. Es el efecto retardado de las pastillas.

Llego al baño tambaleante. Cuando abro la puerta, veo a la mujer. Es pelirroja y tiene la mirada extravida. Aunque está en cuclillas sé que es alta porque la he visto antes: es Estela. La Loca Estela. Internada por deseo propio.

De sólo verla se me ha cortado el vómito, que baja por el esófago buscando el calor del estómago.

¿Qué haces acá? —pregunto tontamente.

Me mira. Tiene los ojos grises. Parecen vacíos: nunca miran directamente. Perforan tu mirada, tu cabeza y las paredes detrás de tí. Se pierden más allá. Nadie sabe dónde; quizá ni ella misma lo sabe. Si los ojos son la puerta del alma, como dicen los poetas, La Loca Estela tiene una fosa abisal por espíritu. Tiene un hueco detrás de los ojos, otro en la nuca y así sucesivamente hasta nunca acabar. No sé
cómo está viva, además.

Caramba, caigo en la cuenta de que Estela es un puente. Acabo de notarlo. ¿Serán las drogas? Lo escribiré para mi ensayo.

Finalmente, La Loca Estela habla.

Estábamos juntos —me dice.

Y me mira.

Entonces recuerdo. Vagamente, pero recuerdo. Juntos quiere decir juntos. Anoche estuvimos aquí. Miro detrás. En el sofá de cuero, donde habitualmente duermo la siesta, hay una colcha y una sábana blanca. No es mía: tiene un número de inventario. La debo haber traído del depósito del hospital. O quizá fue Estela, pues ella tiene libre circulación. Ya dije: se encerró aquí por decisión propia. Está sana. Más que cualquiera. Le dicen La Loca porque hay que estar demente para entrar aquí por elección.

Me prometiste que esta noche sería la última —dice.

Las personas de ojos grises tienen mirada de gatos, glacial e inexpresiva. La de La Loca Estela es aun más glacial e inexpresiva.

Trato de hallar la promesa en mi cabeza. La encuentro doblando la esquina
de una idea: me golpea de frente.

¿Nosotros...?

Desde hace doce años, Casillas.

“Casillas”. Mi apellido explota en la cabeza. “Casillas”. Sólo Charo, mi mujer, me llamaba Casillas. Y en ese tono.

Soy yo.

No entiendo bien. Tengo una vaga idea.

Soy Charo, Casillas.

Charo.

Tu mujer. Debieras hacer memoria más seguido.

Se levanta velozmente. Es extraño, esperaba que no pudiera hacerlo. Está pálida y ojerosa y lleva puesta una camisola de interna. Los cabellos de fuego acentúan la lividez. Como además estaba en cuclillas en el baño, jamás hubiera esperado que se incorpore con esa decisión y rapidez. Creí que estaba drogada como yo.

Quisiera...

Carraspeo; hago una pausa, esculpo el aire de mis pulmones, inflando y desinflando el pecho.

No —dice terminante Estela o Charo—. Sólo cumple lo que prometiste.

La Loca Estela —¿o mi mujer Charo?— enciende un cigarrillo (¿desde cuándo fuma?) y va hasta el sofá. Levanta mi corbata y mi saco y me los acerca estirando el brazo. Mientras lo hace, no deja de fumar; mira hacia otro lado.

Se te hace tarde. Dijeron tres minutos.

La miro un segundo. Tiene la cabeza gacha. Tengo veinte mil ideas estallando en ese momento en mi cerebro, que de a poco comienza a marchar, como un auto con el motor ahogado. Tengo una explosión descontrolada de sinapsis. No entiendo nada. Recuerdo el aroma del cigarro y la saliva me inunda la boca, lo que me dice que he sido fumador. Pero luego recuerdo situaciones inconexas:

  • Mi mujer, Charo, de espaldas, con el pelo recogido o quizá corto, caminando por un parque, a metros de mí (o de quien sea que yo creo que ve a través de mis ojos).

  • El Mercedes C3 gris plateado, cero kilómetro, echando humo por el capó destrozado y la bocina reventando el aire.

  • Mi colección de corbatas Hermés, Charvet y Marinella (la que me dio La Loca Estela Charo es Turnbull & Assser, ¿por qué?).

  • El sol ardiente de Madrid un 21 de junio, pleno verano.

  • Esta dirección: Francisco Silvela, 28, distrito de Salamanca.

  • Un disco de Edit Piaff sobre el escritorio de mi consultorio privado.

  • Y una copia de “Timbuktu”, de Auster saliendo de un envoltorio de papel de regalo. ¿Dónde? Quién coño sabe dónde...

Todo eso en el instante en que miro (pero no veo) a La Loca Estela Charo, que sigue sin darme, cuanto menos, un repaso. Golpetea el cigarro en el cenicero. Una cantidad mínima de ceniza se desprende junto a un pedazo de tabajo en brasa viva. Entonces reconozco algo en La Loca Estela que hacía Charo, mi mujer: se moja un dedo y apaga la brasa con la saliva.

Te vas...

...Me voy a quemar. Lo decías siempre. Se te hace tarde. Luego hablamos —me dice sin darme tiempo a réplica.

Entonces sí, me mira.

Tiene los ojos cansados pero su mirada está todavía más cansada. ¿Cansada de mí como yo mismo? Debo tener a todo mundo agobiado aquí. Director general. Dios mío, pierdo la memoria a cada instante, como Leonard, el personaje de Guy Pierce en “Memento”.

Sí, después hablaremos —respondo mientras me cuelgo la corbata alrededor del cuello de la camisa—. Oh, lo que sea que haya hecho mal...

Abro los brazos para expresar la disculpa. La Loca Estela Charo ni me mira. Vuelve a picar la ceniza del cigarro sobre el cenicero. Esta vez no cae brasa. A Charo siempre le pasaba igual.

Me pongo el saco mientras salgo, cerrando la puerta.

¿Por qué soy tan selectivo? ¿Qué truco juego? ¿Por qué, no recordando nada, recuerdo con precisión el nombre del personaje, el del actor y el de una película de desmemoriados? De perdidos en la desmemoria.

Llego a la reunión de médicos cinco minutos más tarde de lo debido. Por el humo del cigarro de La Loca ahora huelo a anteayer.


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