lunes, 26 de octubre de 2009

Operación Triunfo

CAPITULO 23

Por la mañana, dejó el auto a buen recaudo y se apersonó, muy judicialmente, en el hospital. Temblaba. En Buenos Aires no hacía trabajo de campo. Eso recaía en Orso y Portigliatti. Involucrarse desencajaba con su modelo de comportamiento administrativo, analítico e inodoro. Pero viajar a Madrid suponía fajina. Viene con el territorio, Zapata.

Llegó hasta el guardia decidido a mentir. Un familiar necesitaba asistencia; precisaba hablar con el jefe de médicos. Desde allí todo podía haber ido por la barranca pues el fiscal sudaba y gesticulaba como si tuviera alas, incapaz de disimular la falsía. Pero ese día estaba con suerte o al vigilante nada le importaba pues lo miró explicarse una y otra vez sin moverse de su sitio. Tenía la mirada de una vaca. Es posible que por esa bondad vacuna no hiciera pregunta alguna, mas el asunto es que, tras restregarse la nariz, nada más marcó el número de Fernández.

El médico estaba aburrido. Casillas había desaparecido por varios días dejando en sus manos la administración del psiquiátrico. A Fernández le tomó dos días ordenar todo; para el tercero ya no sabía más que hacer. Conversaba con Charo a través de su puerta, pateaba a algún desquiciado por las tardes, espiaba la oficina del jefe una y otra vez. Donde Zapata vio otra intervención de la providencia había un director interino con la línea del trasero borrada por la silla.

Fernández llevó a Zapata a recorrer los cuatro extremos del hospital. Repitió al médico la invención, esta vez algo más ordenada. Argentino recién mudado a España por cuestiones laborales, buscaba tratamiento para un familiar con serios trastornos de comportamiento. Como Fernández no preguntaba demasiado, Zapata ganó tiempo dando mejor forma al cuento. Excusaba sus reiteraciones por la enorme complejidad del problema de su hermano, el supuesto enfermo, que lo sometía a un permanente y poco controlable nerviosismo. Fernández lo seguía sin oírlo, cabeceando por cortesía, totalmente ajeno.

De cuando en cuando interrumpía por algún detalle vago —la edad del hermano de Zapata, el tiempo que llevaba enfermo, si recibía medicación: 38, 15 años, no— pero no ahondaba demasiado. Al cabo de un tiempo de girar, Zapata notó que habían atravesado la misma intersección de pasillos dos veces. Se detuvo para hacérselo notar al médico: Fernández siguió.

Esa primera impresión alertó al fiscal. Pronto se convenció de que las preguntas del médico no saltarían la valla de las vaguedades —¿era el hermano era casado? ¿había historial familiar? ¿podían cubrir los gastos? a) no, b) no, c) sí. Al final, Zapata concluyó pronto el monólogo y comenzó a hacer él las preguntas. Fernández daba respuestas simples, y cuando no abusaba de los monosílabos, directamente optaba por el silencio.

¿Estaba allí por responsabilidad, porque pidió por él, porque no tenía otra cosa que hacer? ¿Porque el director lo había jodido de por vida encargándole las relaciones con el staff y esa visita y todas las visitas? ¿Por eso visitaron los primeros pabellones a la carrera, como si estuviera urgido de ir al baño?

Hallar el modo de simpatizar con Fernández para cumplir el plan del día se volvió un repentino dilema para el fiscal. Le hubiera dado igual hablar con un perdido que con un jefe médico como aquel, toda prescindencia. Pero entonces, cuando había comenzado a decepcionarse con su experiencia de campo, la situación cambió.

Fue nada más doblar entre pasillos y abrir una pesada puerta. Hasta entonces, y de tanto en tanto, Zapata sentía que su monólogo se mezclaba con una música pegadiza que podía reconocer como pop. Era algo vago, a lo que no prestaba demasiada atención, concentrado como estaba en mantener homogénea su ficción. Pero cuando atravesaron esa puerta, mientras el fiscal volvía a entrar en detalles sobre el dilema familiar de mudar a su hermano de Argentina a España, Fernández comenzó a cantar en voz alta.

Zapata se detuvo de inmediato, nuevamente sorprendido, y esta vez el médico se quedó quieto junto a él: miraba a los ojos al fiscal, con un espasmo de sonrisa —¿era alegría?—, moviendo la cabeza al compás de la música y siguiendo la canción palabra por palabra.

Para cuando concluyó, Fernández procuró recuperar la compostura —¿estaba el médico también loco?— pero Zapata lo notó tan recuperado de ánimo, por primera vez atento a él, que no lo dejó avanzar. Más bien, dijo, prefería que le contase por qué tenían esas canciones tan pegadizas invadiendo los pasillos del hospital.

Resultó: Fernández por primera vez mostró alguna emoción al hablar. Con su narrativa telegráfica, el médico contó que el hospital había comprado todas las colecciones de Operación Triunfo y las repetía incesantemente por los altavoces del sistema de comunicación del edificio. Variaban el orden de canciones y discos de modo de sorprender a los internos. El médico explicó a Zapata que los desequilibrados tienen una memoria intensa. Pueden anticipar con asombrosa facilidad cuántos segundos separan un tema de otro, por ejemplo. También recitar la relación completa de composiciones de un disco; reconocer cantantes, arregladores y sesionistas; el estudio donde fue grabado el álbum y la vestimenta utilizada en cada sesión fotográfica. Algunos podían reproducir, con exactitud, el arte de una portada que nada más habían observado por breves instantes.

En ese momento y con la música, Fernández pareció salir de hibernación. Hablaba más y más. Se ponía en el centro de la escena, gustaba referirse al proyecto musical con convencimiento, como una ocurrencia personal, producto de su observación minuciosa del comportamiento del internado. Parecía disfrutar el parlamento, gozar bajo el foco del ojo ajeno. ¿Será, pensaba el astuto Zapata, que este hombre necesitaba quien leo escuche? Si era así, podía brindarle las horas de toda una vida: Fernández era el tipo de gente que un manipulador desayuna a diario.

De boca del médico el fiscal supo que Virginia Maestro y Vicente Seguí tenían cantando al planeta entero, sin distinción de afección, “Soy tu aire”, “De pequeño” y la mitad de la producción “Confidencias”. A los demás los seguían dependiendo del pabellón: Ainhoa era para los maníaco-depresivos; a Rosa López la silbaban sólo los esquizoides y no había quien compitiese con Ángel Capel y Brenda Mau entre los psicóticos.

Fuera de ellos, había dos OT a quien nadie perdía pisada: Genoa y Bisbal.

Cuando ven los vídeos de Genoa en la sala común, hay que darles sistema de inmediato —informó Fernández.

¿Sistema? —se intrigó el fiscal.

Calmantes. Inyecciones. Les encanta Genoa. Se masturban unos a otros. Cachondeo puro. Debemos sacar a las mujeres de la sala porque se monta una...

A Zapata le resultó graciosa la visión de una orgía insana.

No se ría, es serio. Bisbal es otro caso. Los pierde. A todos: esquizos, psicóticos, suicidas en recuperación. Pero sobre todo a los bipolares. De veras, no es broma. Si por casualidad tenemos a Genoa, que es de su país, de hecho, no podemos poner a Bisbal seguido. Sería un pandemónium. Empieza una de jadeos y erecciones que ni falta hace el Viagra...

Zapata ya no pudo mantener la compostura y la risa se le filtró sin reparos.

Disculpe, es que... La idea me parece... fatal —buscó justificarse—. Tenía entendido que en estos nosocomios la norma era poner música clásica.

Fernández negó con la cabeza.

Gilipollez. Bisbal, Bisbal y Bisbal y Genoa. Así: cada tres Bisbal, una Genoa. Lo dicho: los vuelve locos, literalmente. Primero se aceleran pero luego quedan como seda. La clásica no funciona. Un mito. Los pone tremendos.

Pero acaba de decirme que Bisbal y... —Zapata dudó.

Genoa, su compatriota.

Esa. Que son ellos los que los vuelven... ¿tremendos? ¿Cómo algo tremendo es bueno?

Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa —respondió el médico, marcial—. Yo dije que la clásica los pone tremendos; los Operación Triunfo los vuelven locos.

El fiscal no terminaba de encajar la idea.

¿Y cuál es la diferencia?

Mire, es mejor que sepa algo —Fernández miró a los lados; pasó la lengua por los labios—: este hospital es, cómo decirle... un tanto...

¿Heterodoxo?

El médico concedió.

No tememos, por ejemplo, hablar sin pelos en la lengua a la gente. ¿Para qué mentirles o prometer lo imposible? —siguió otra vez con tono espartano, tomando distancia de la jovialidad que lo había ganado con la música— Es bueno que sepa que, si trae aquí a su hermano, no es para que mejore: es para encerrarlo y que no haga tonterías en casa.

Zapata no se conmovió: no estaba allí para juzgar al hospital sino para cazar a El Fantasma. Dar la razón a Fernández, desapegado de sus creencias, podía ser el camino más corto a su objetivo.

Lo tengo claro —respondió fingiendo convicción—, no hay reproche. Y realmente eso es lo que pretendo; está incontrolable y yo tengo familia.

Fernández chasqueó los dedos.

Hala, que aquí lo manejamos. Retomo: estábamos en Bisbal y Genoa contra la clásica. Locos versus tremendos. La diferencia. Dígame, ¿la ve, la nota?

Zapata negó.

El sexo, hombre, el sexo. Los OT los ponen y, con el sexo, al final, cuando todos se corren, llega la calma. Método simple: si escapan a los calmantes, Bisbal, sexo y a dormir. Grábese esto, amigo: la música clásica los violenta. No hay cómo meterles sistema. Es el fin de la sociedad del sedante. Me quedo sin máquina: me golpean a los enfermeros, me golpean a los médicos y me golpean a la guardia. Joder, una vez hasta lanzaron a un interno por la ventana porque se negaba a dejar de tararear... ¿Cómo se llamaba?... “Cavalleria rusticana”.

¡No lo puedo creer! —volvió a fingir Zapata.

Créalo, que si se lo digo es para que no se haga vanas ilusiones. Insisto, si va a traer aquí a su hermano, mejor que sepa cómo son las cosas. No es fácil manejar a personas alteradas, como usted sabrá. Pero si de algo sirve, si por algo usted está acá, deduzco, es porque ya habrá averiguado que éste es el mejor hospital psiquiátrico de Madrid. Somos un depósito de chiflados, pero el más eficiente.

Lo sé —volvió a mentir— e insisto en que no me asusta la situación. Supongo que todos aquí son tan profesionales como usted.

Zapata enfatizó para que el médico note la inflexión y resultó mejor de lo pensado: Fernández compró el cumplido. Tomó aire; volvió a controlar los alrededores con un vistazo rápido. Habló con la voz más firme, crecido, como si hubiera ganado veinte años de una vez.

No pueden ser menos siendo yo el responsable de supervisarlos —mintió también él—. Igual, todo eso del interno lanzado por los aires pasó hace años —volvió a perjurar—. Mire —indicó a la izquierda: a pocos pasos de la puerta donde se detuvieron se habría una gran habitación—, estas son las áreas comunes. Un poco viejas, sí, les falta algo de pintura, sí, pero es uno de los lugares donde todos comparten con todos. Médicos, personal subalterno, internos. Almorzamos juntos la mayoría de las veces. Y cenamos, si es turno.

Zapata se asomó. Era un gran salón despejado, de paredes pintadas con sintético gris del piso a la mitad y blanco hasta el techo. Los muebles eran básicos: a razón de ocho o diez sillas plásticas alrededor de media docena de grandes mesas de fórmica. Sellas y mesas estaban unidas al piso con cadenas recubiertas de goma transparente, verde. Las ventanas parecían protegidas contra un ataque nuclear: un tejido alambrado antes de los vidrios, que parecían de vinilo, y rejas de hierro en el exterior. En las alturas de una pared dos televisores empotrados emitían un partido grabado del Atlético de Madrid. Zapata lo había visto el fin de semana: recordó que debía comprar la camiseta para el hijo de Orso.

¿Ve lo que digo? —interrumpió Fernández, otra vez a su lado— Esto es totalmente avant garde. En otras instituciones a los internos les ponen sistema y a otra cosa; acá hay sistema, por supuesto, pero somos humanos.

El médico hizo una seña y Zapata lo siguió por un largo pasillo que desembocaba en las oficinas del personal. Mientras avanzaban, volvieron a sonar por los altavoces los primeros compases de una canción pop, pringosa, imposible de pasar por alto.

—¿En serio que es verso? —volvió a preguntar a Fernández, entre divertido e inocente—. Lo de la música clásica, digo.

—Como un piano. Al único al que le va esa música es al director, pero él está loco también.

El director. El Fantasma. Ya estaban acercándose a su objetivo. Bien. Debía asegurarse la buena voluntad del médico. Zapata tiró de su genio jurídico.

—Bueno, entonces al final la clásica sí funciona para alguien —bromeó.

Fernández sonrió. La mueca fue inconfundible para el fiscal: había malicia.

—Qué va —dijo el médico—, es la excepción. Ya sabe, el que confirma la regla.

PROXIMO LA MALDICION DEL NUMERO

 
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